*Aborto: perdonarse a sí misma

La Virgen de Medjugorge nos exhorta a reconciliarnos primero con nosotros mismos. A veces, vemos personas devastadas por su falta de paz interior, aún cuando han confesado sus pecados del pasado y creen firmemente en el perdón de Dios. Viendo que la paz se les escapa y que su tormento permanece, vuelven a confesar a menudo ese mismo pecado del pasado, con la esperanza que la misericordia de Dios actuará por fin en su corazón y depositará en él esa paz tan deseada. ¡Todo en vano! A menudo, este tormento viene del hecho de que, aunque Dios la haya perdonado, la persona no se ha perdonado nunca a ella misma. Esto ocurre frecuentemente en el caso del aborto. 

Por ejemplo, una mujer de 56 años sufría crueles tormentos interiores desde hacía 30 años. En cada confesión, mencionaba ese pecado cometido a la edad de 26 años, pero la paz de Dios huía siempre de ella. Vino a Medjugorje en búsqueda de ayuda y le preguntamos si ella creía que su hijo le había perdonado desde arriba, desde el Cielo. 

Ella respondió que “sí”. Luego le preguntamos si ella se había perdonado a sí misma, y dijo horrorizada: “¿Cómo podría perdonarme de haber hecho una cosa tan abominable!?” Allí estaba la clave de su mal. Invitada a revisar su posición a la luz de Dios, aceptó reconocer humildemente que efectivamente, era capaz de eso, y aún de cosas peores que esas; que la sola cosa que le pertenecía como propia era su miseria (como Jesús le dijo a Sor Faustina).

Reconoció que ese aborto la había humillado y había arruinado la buena opinión que tenía sobre ella misma. La falta de paz provenía en gran parte de su orgullo, sutilmente disfrazado en virtud. Al descubrir esto, aceptó aplicarse a sí misma la misericordia que Dios le había otorgado de manera inconmensurable.

Reconciliarse con uno mismo no es llamar “bien” al mal cometido, o negar el pecado. ¡Al contrario! Es llamarlo “mal” y aniquilarlo para siempre en el corazón de Dios, en sus entrañas de misericordia.

Esta señora recuperó la paz del corazón. Habia cambiado de anteojos y no tenía más miedo de su miseria: no se miraba más a sí misma sino que tenía los ojos fijos en su Salvador, y lo veía todo a la luz de su misericordia. Había transformado su remordimiento en arrepentimiento.