En un reciente encuentro con sacerdotes romanos, el papa Francisco
les dijo: «Dejen las puertas abiertas de las iglesias, así la gente entra, y
dejen una luz encendida en el confesionario para señalar su presencia y verán
que la fila se formará».
Después del sublime legado intelectual de Benedicto
XVI, necesario en ese momento de la historia de la Iglesia, este papa parece estar
más a pie de calle y con un lenguaje más asequible y práctico, sigue exponiendo
grandes verdades, corrigiendo suave pero firmemente a sus pastores.
Muchos ya
nos hemos acostumbrado a encontrar casi permanentemente las puertas de las
iglesias cerradas, con la consiguiente pérdida santificadora que va ligada a la oración íntima, frente a frente con el mismo Dios hecho hombre, presente en
el sagrario.
El papa recomienda tener la luz del confesionario encendida, pero,
¿qué ocurre cuando en la parroquia no existe confesionario? Los
responsables de algunas iglesias parece que tienen alergia a dicho mueble y la
confesión se obstaculiza, pues debe hacerse en el despacho del cura, o cara a
cara, con la pérdida de privacidad que muchos penitentes desean y con los consiguientes
inconvenientes, dando pie a relaciones de intimidad que ponen en peligro los
votos del sacerdote.
Ojalá los párrocos tomen nota de los consejos del papa,
porque cuando Dios los llame a juicio, les pedirá cuentas en primer lugar de
cómo celebraron el sacrificio de la Misa y en segundo lugar, de cómo cuidaron
del bien espiritual de los fieles de la parroquia a ellos encomendada.
María F