Hasta ahora te he
propuesto, amado cristiano, el camino que debes seguir y el modo de
poderte levantar, si por desgracia cayeres, que es el sacramento de la
Penitencia. Exige, sin embargo, este Sacramento mucha disposición para
acercarse a él debidamente, porque, de otra suerte, en lugar de
levantarte te hundirás más en la iniquidad, añadiendo a tus pecados el
peso enorme del sacrilegio; y si así, mal confesado, te acercases a la
sagrada Mesa, ¡ay de ti!, ¡qué otra nueva maldad cometerías! Te harías
reo del Cuerpo y Sangre de Jesucristo, y te tragarías, como dice San
Pablo, la condenación. A fin, pues, de apartarte de tan enorme delito,
voy a referirte algunos ejemplos de varios estados, copiados de San
Alfonso Ligorio en su libro titulado Instrucción al pueblo.
1er
Ejemplo de un hombre que hacía malas confesiones, y después, cuando
quiso confesarse debidamente, no pudo; porque bien lo expresa el mismo
Dios cuando dice: Me buscaréis y no me hallaréis y moriréis en vuestro
pecado. Dice San Ligorio que en los anales de los Padres Capuchinos se
refiere de uno que era tenido por persona de virtud, pero se confesaba
mal. Habiendo enfermado de gravedad, fue advertido para confesarse, e
hizo llamar a cierto Padre, al cual dijo desde luego: -Padre mío: Decid
que me he confesado, mas yo no quiero confesarme. -¿Y por qué?, replicó
admirado el Padre. –Porque estoy condenado -respondió el enfermo-, pues
no habiéndome nunca confesado enteramente de mis pecados, Dios, en
castigó, me priva ahora de poderme confesar bien. Dicho esto comenzó a
dar terribles aullidos y a despedazarse la lengua, diciendo: -¡Maldita
lengua, que no quisiste confesar los pecados cuando podías! Y así,
haciéndose pedazos la lengua y aullando horriblemente, entregó el alma
al demonio, y su cadáver quedó negro como un carbón y se oyó un rumor
espantoso, acompañado de un hedor intolerable.
2do.
Ejemplo de una doncella, que murió también impenitente y desesperada.–
Cuenta el Padre Martín del Río que en la provincia del Perú había una
joven india llamada Catalina, la cual servía a una buena señora que la
redujo a ser bautizada y a frecuentar los Sacramentos. Confesábase a
menudo, pero callaba pecados. Llegado el trance de la muerte se confesó
nueve veces, pero siempre sacrílegamente, y acabadas las confesiones,
decía a sus compañeras que callaba pecados; éstas lo dijeron a la
señora, la cual sabía ya por su misma criada moribunda que estos pecados
eran algunas impurezas. Avisó, pues, al confesor, el cual volvió para
exhortar a la enferma a que se confesase de todo; pero Catalina se
obstinó en no querer decir aquellas sus culpas al confesor, y llegó a
tal grado de desesperación, que dijo por último: -Padre, dejadme, no os
canséis más porque perderéis el tiempo y volviéndose de espaldas al
confesor se puso a cantar canciones profanas. Estando para expirar y
exhortándola sus compañeras a que tomase el Crucifijo, respondió: -¡Qué
Crucifijo, ni Crucifijo! No le conozco ni le quiero conocer. Y así
murió. Desde aquella noche empezaron a sentirse tales ruidos y fetidez,
que la señora se vio obligada a mudar de casa, y después se apareció
Catalina, ya condenada, a una compañera suya, diciendo que estaba en los
infiernos por sus malas confesiones.
3er.
Ejemplo de un joven.– En este ejemplo se deja ver claramente aquel
principio: o confesión o condenación para el que ha pecado mortalmente, y
que todas las obras buenas y penitencias, sin preceder la confesión, de
nada sirven para salir del miserable estado de la culpa, a no ser que
se tenga un deseo eficaz y verdadero de confesarse, si entonces no se
puede. La razón es evidente: el pecado mortal tiene una malicia
infinita; para curar esta llaga infinita es absolutamente necesario un
remedio infinito; este remedio infinito son los méritos de Jesucristo
aplicados por medio de los Sacramentos; resulta, pues, que si pudiéndose
recibir los Sacramentos no se reciben, o a lo menos no se desean
eficazmente recibir, para cuando se pueda jamás se alcanza el remedio,
como desgraciadamente sucedió al infeliz Pelagio.
Cuéntase en la crónica de San Benito de un cierto ermitaño llamado
Pelagio, que, puesto por sus padres a guardar ganados, todos le daban el
nombre de santo, y así vivió por muchos años. Muertos sus padres,
vendió todos aquellos cortos haberes que le habían dejado, y se puso a
ermitaño. Una vez, por desgracia, consintió en un pensamiento de
impureza. Caído en el pecado viose abismado en una melancolía profunda,
porque el infeliz no quería confesarlo para no perder el concepto de
santidad. Durante esta obstinación pasó un peregrino que le dijo:
-Pelagio, confiésate, que Dios te perdonará y recobrarás la paz que
perdiste, y desapareció. Después de esto resolvió Pelagio hacer
penitencia de su pecado, pero sin confesarlo, lisonjeándose de que Dios
quizá se lo perdonaría sin la confesión. Entró en un monasterio, en
donde fue al momento muy bien recibido por su buena fama, y allí llevó
una vida áspera mortificándose con ayunos y penitencias. Vino finalmente
la muerte, y confesóse por última vez; más así como por rubor había
dejado en vida de confesar su pecado, así lo dejó también en la muerte.
Recibió el Viático, murió y fue sepultado en el mismo concepto de santo.
En la noche siguiente, el sacristán encontró el cuerpo de Pelagio sobre la sepultura; lo sepultó de nuevo; mas tanto en la segunda como en la tercera noche, lo halló siempre insepulto, de manera que dio aviso al Abad, el cual, unido con los otros monjes, dijo: “Pelagio, tú que fuiste obediente en vida, obedece también después de la muerte; dime de parte de Dios: ¿Es quizá su divina voluntad que tu cuerpo se coloque en lugar reservado?” Y el difunto, dando un aullido espantoso, respondió: -¡Ay de mí, que estoy condenado por una culpa que dejé de confesar; mira, Abad, mi cuerpo! Y al instante apareció su cuerpo como un hierro encendido, que centelleaba horriblemente. Al punto echaron todos a huir; pero Pelagio llamó al Abad para que le quitase de la boca la partícula consagrada que aún tenía. Hecho esto, dijo Pelagio que le sacasen de la iglesia y le arrojasen a un muladar, y así se ejecutó.
En la noche siguiente, el sacristán encontró el cuerpo de Pelagio sobre la sepultura; lo sepultó de nuevo; mas tanto en la segunda como en la tercera noche, lo halló siempre insepulto, de manera que dio aviso al Abad, el cual, unido con los otros monjes, dijo: “Pelagio, tú que fuiste obediente en vida, obedece también después de la muerte; dime de parte de Dios: ¿Es quizá su divina voluntad que tu cuerpo se coloque en lugar reservado?” Y el difunto, dando un aullido espantoso, respondió: -¡Ay de mí, que estoy condenado por una culpa que dejé de confesar; mira, Abad, mi cuerpo! Y al instante apareció su cuerpo como un hierro encendido, que centelleaba horriblemente. Al punto echaron todos a huir; pero Pelagio llamó al Abad para que le quitase de la boca la partícula consagrada que aún tenía. Hecho esto, dijo Pelagio que le sacasen de la iglesia y le arrojasen a un muladar, y así se ejecutó.
4º
Ejemplo de la hija de un rey de Inglaterra: este caso es muy semejante
al que antecede. –Refiere el P. Francisco Rodríguez que en Inglaterra,
cuando allí dominaba la religión católica: el rey Auguberto tenía una
hija de tan rara hermosura que fue pedida por muchos príncipes.
Preguntada por el padre si quería casarse respondió que había hecho voto
de perpetua castidad. Pedio su padre la dispensa de Roma, pero ella
permanecía firme en no aceptarla, diciendo que no quería otro esposo que
a Jesucristo; tan sólo pidió a su padre que la dejase vivir retirada en
una casa solitaria, y como el padre la amaba, trató de no disgustarla,
asegurándole una pensión cual a su rango convenía. Luego que estuvo en
su retiro, se puso a hacer una vida santa de ayunos, oraciones y
penitencias; frecuentaba los Sacramentos y asistía muy a menudo a un
hospital para servir a los enfermos. Llevando tal género de vida, y
joven todavía, cayó enferma y murió. Cierta señora que había sido su
aya, haciendo oración una noche, oyó un gran estrépito, y vio luego un
alma en figura de mujer en medio de un gran fuego y encadenada por
muchos demonios, la cual le dijo: “Has de saber que yo soy la desdichada
hija de Auguberto.” “¡Cómo!”, respondió la aya, “¿tú condenada después
de una vida tan santa?” “Justamente soy condenada por mi culpa”, has de
saber que siendo niña gustaba que uno de mis pajes, a quien tenía
afición, me leyese algún libro. Una vez este paje, después de la
lectura, me tomó la mano y me la besó. Empezó a tentarme el demonio,
hasta que finalmente con él mismo ofendí a Dios. Fui a confesarme;
empecé a decir mi pecado, y mi indiscreto confesor me interrumpió:
“¡Cómo! ¿Esto hace una reina?” Entonces yo, por vergüenza, dije que
había sido un sueño. Empecé después a hacer penitencias y limosnas, a
fin de que Dios me perdonase, pero sin confesarme. Estando para morir
dije al confesor que yo había sido una gran pecadora; respondiome el
confesor que debía desechar aquel pensamiento como una tentación;
después expiré, y ahora me veo condenada por toda una eternidad.” Y
diciendo esto desapareció con tal estruendo, que parecía que se hundía
el mundo, dejando en aquel aposento tal hediondez, que duró por muchos
días.
Si esta infeliz se hubiese acercado debidamente al Sacramento de la
Penitencia, cantaría al Señor cánticos de alabanza en el cielo; mas
ahora, por su despreciable y maldita vergüenza, sirve de tizón en el
infierno… ¡Y cuántas personas hay de todo estado, sexo y condición que
experimentarán igual castigo si no acuden contritas a este Sacramento!
5º
Ejemplo de una casada, muy parecido al antecedente; también lo refiere
San Ligorio. –Cuenta el P. Serafín Razzi que en una ciudad de Italia
había una noble señora casada que era tenida por santa. A punto de
morir, recibió todos los Sacramentos, dejando muy buena fama de su
virtud. Su hija rogaba de continuo a Dios por el descanso de su alma.
Cierto día, estando en oración, oyó un gran ruido a la puerta; volvió la
vista y vio la horrible figura de un cerdo de fuego, que exhalaba un
hedor insufrible, y tal fue su terror, que se hubiera tirado por la
ventana; mas la detuvo una voz que le dijo: “Hija, detente; yo soy tu
desventurada madre, a quien tenían por santa; mas por los pecados que
cometí con tu padre, y que por rubor nunca confesé, Dios me ha condenado
al infierno; no ruegues, pues, más a Dios por mí, porque me das mayor
tormento.” Y dicho esto, bramando, desapareció.
Tal vez, amado cristiano, preguntaras: ¿Es posible que un alma condenada
aparezca? A esto te responderé que sí, y para sacarte de la duda quiero
explicarte las razones. Escúchame, pues, y vamos por partes: “¿Tú bien
crees en las santas Escrituras y en el Credo?” “Cierto que si” me
contestarás, o de lo contrario te diría que eres un hereje. Pues de la
Escrituras y del Credo, consta que nuestra alma es inmortal. La razón
natural nos está clamando que es preciso que sobreviva al cuerpo nuestra
alma, para que el pecador pueda recibir de Dios el castigo de sus
pecados, que no recibió en este mundo; y el justo, el merecido premio de
sus virtudes; de otra suerte, Dios no sería justo. Y se presenta esto
tan claro, que aun el mismo Rousseau lo confesó diciendo: “Aunque no
existiesen otras pruebas de la inmortalidad de nuestra alma que el
triunfo del mal y la opresión de la virtud acá en la tierra, ésta sólo
me quitaría cualquier duda que tuviese de ella.” También sabes y crees,
según el Credo, en la Remisión de los pecados, es decir que por muchos
pecados que haya cometido una persona, si se confiesa bien de ellos, le
quedan todos perdonados; pero si se muere sin haberse confesado
debidamente, basta un solo pecado mortal para quedar condenado
eternamente. Y así como la bien ordenada justicia de la tierra (que es
una participación de la justicia del cielo) tiene cárceles y suplicios
para encerrar y castigar a los malhechores, también la justicia del
cielo tiene cárceles y suplicios en el purgatorio e infierno para los
que mueren en pecado o no del todo purificados. Sentados estos
principios, valgámonos de una semejanza: ¿Has visto u oído referir que a
veces el juez o el tribunal decreta que uno de los presos sea expuesto a
la vergüenza y que otro sea azotado por los parajes más públicos? Y no
todos los demás presos han de salir a la vergüenza, ni cuando sale aquél
lo ven todos los habitantes del mundo, ni aun todos los de aquella
ciudad por donde es paseado, sino algunos. Aplica ahora la semejanza:
Dios Nuestro Señor, Juez supremo y dueño absoluto de vivos y muertos, en
cualquier hora puede ordenar, y algunas veces ha ordenado, que algunos
de los encerrados en las mazmorras del infierno, para confusión suya y
escarmiento y utilidad nuestra, salgan de aquella cárcel y se aparezcan
del modo más conforme al fin por el cual les manda aparecer. Y cuando
aparecen no es menester que todo el mundo los vea; basta lo vean algunos
y éstos participen a los demás, para que, escarmentando todos en cabeza
ajena, pongan un grande y especial cuidado en no hacer malas
confesiones, y para que por medio de una confesión general, acompañada
de un verdadero dolor y firme propósito, se enmienden y hagan de nuevo
todas las mal hechas, para no tener que experimentar después la misma
desgraciada suerte. Este es el fruto y utilidad que debes sacar de este y
otros ejemplos.
Del Camino Recto y Seguro para llegar al Cielo, por San Antonio Mª Claret.
Del Camino Recto y Seguro para llegar al Cielo, por San Antonio Mª Claret.