*El poder de un Avemaría







Es famoso lo que refiere el P. Señeri en su libro “El Cristiano Instruido”. El P. Nicolás Zuchi fue a confesar en Roma a un joven cargado de pecados deshonestos y malos hábitos. El confesor lo acogió con caridad, y compadecido de su estado lamentable, le dijo que la devoción a nuestra Señora podía librarlo de ese malhadado vicio, y le impuso de penitencia que hasta la próxima confesión, cada mañana y por la noche, al levantarse y antes de acostarse rezara un Ave María a la Virgen, ofreciéndole sus ojos, sus manos y todo su cuerpo, pidiéndole que le custodiara como suyo, y que besara tres veces el suelo. El joven practicó la penitencia, al principio con poca enmienda. Pero el padre continuó inculcándole que no dejara esa costumbre piadosa, animándole a confiar en la protección de la Virgen.

Andando el tiempo, el joven penitente se fue con otros compañeros a recorrer mundo durante varios años. Vuelto a Roma, fue en busca de su confesor, el cual, con gran júbilo y asombro, lo encontró del todo cambiado y libre de las antiguas manchas. “Pero hijo, ¿cómo has obtenido de Dios tan hermosa transformación?” “Padre –le dijo el joven–, nuestra Señora me consiguió la gracia debido a aquella devoción que me enseñó”.

Y no acaban aquí las cosas portentosas. El mismo confesor narró desde el púlpito el suceso. Lo oyó un capitán que, desde hacía muchos años vivía en mal estado con una mujer. Él también se resolvió a practicar la misma devoción para librarse de aquella terrible cadena que lo tenía esclavo del demonio. Esta intención de librarse del pecado es necesario tener para que la Virgen pueda ayudar al pecador. Pero ¿qué pasó? Al cabo de medio año, presumiendo el capitán de sus propias fuerzas se dirigió en busca de aquella mujer para ver si ella también había cambiado de vida. Pero al llegar a la puerta de aquella casa donde corría manifiesto peligro de volver a pecar, se siente rechazado por una fuerza invisible y se encontró a más de cien metros de aquella casa y fue dejado a la puerta de la suya. Comprendió con toda claridad que María lo había librado de la perdición. De esto se deduce cuán solícita es nuestra buena Madre, no sólo para sacarnos del pecado si con esta buena intención nos encomendamos a ella, sino también para librarnos del peligro de nuevas caídas.

Fuente: Las Glorias de María. San Alfonso María de Ligorio