*Los errores del "Jesús" de Pagola

La 10ª edición del Jesús del sacerdote Pagola (PPC, Madrid 2013, 574 pgs.) 
(...) En todo caso, el Jesús de la última edición, retirada o modificada alguna frase o párrafo, viene a decir lo mismo que las nueve ediciones precedentes. Convendrá, pues, indicar ahora cuáles son los temas principales en los que las modificaciones hechas a la obra en su 10ª edición «no son suficientes» para responder a la dificultades señaladas en la Nota de clarificación de la Comisión Episcopal de la Conferencia Episcopal Española.
Transcribo a continuación algunos textos de Pagola que me parecen inaceptables
–La Iglesia. Pagola, aproximándose históricamente al verdadero Jesús, descubre que no fundó una Iglesia organizada jerárquicamente, y menos aún como una institución distinta de Israel. Eso es lo que la Iglesia vino después a ser, pero no procede de la enseñanza de Cristo, ni es cumplimiento de su voluntad.
«Jesús no dejó detrás de sí una “escuela”, al estilo de los filósofos griegos, para seguir ahondando en la verdad última de la realidad. Tampoco pensó en una institución dedicada a garantizar en el mundo la verdadera religión. Jesús puso en marcha un movimiento de “seguidores” que se encargaran de anunciar y promover su proyecto del “reino de Dios”» (495). «Jesús no pretendió nunca romper con el judaísmo ni fundar una institución propia frente a Israel. Aparece siempre convocando a su pueblo para entrar en el reino de Dios» (502-503).
Ninguna organización jerárquica está presente en ese grupo de seguidores. «En el movimiento de Jesús desaparece toda autoridad patriarcal y emerge Dios, el Padre cercano que hace a todos hermanos y hermanas. Nadie está sobre los demás. Nadie es señor de nadie. No hay rangos ni clases. No hay sacerdotes, levitas y pueblo. No hay lugar para los intermediarios. Todos y todas tienen acceso directo e inmediato a Jesús y a Dios, el Padre de todos […] Sus seguidores, hombres y mujeres, se sientan en corro alrededor suyo; nadie se coloca en un rango superior a los demás; todos escuchan su palabra y todos juntos buscan la voluntad de Dios» (300-301). «Por eso en ninguna de las tradiciones evangélicas se presenta a alguien desempeñando algún tipo de función jerárquica dentro del grupo de discípulos. Jesús no ve a los Doce actuando como “sacerdotes” con respecto a los demás» (302).
Jesús, pues, no pretende fundar la Iglesia. No da a los Doce ningún poder de «atar y desatar». No constituye a Pedro «roca» de la Iglesia, ni le confía apacentar todo su rebaño. Las primeras comunidades cristianas, organizándose ya en el siglo I en torno a Obispos, presbíteros y diáconos –Pedro, Pablo, Ignacio de Antioquía–, malentendieron o traicionaron «el proyecto de Jesús» desde el principio. Consta, en efecto, que ellos presidieron y gobernaron sus Iglesias, que afirmaron su autoridad apostólica (2Cor 10,1-11), y que llegaron incluso a excomulgar (1Cor 5,1-5), cumpliendo lo dispuesto por Jesús (Mt 18,15-18). Por tanto, desde el mismo inicio de la Iglesia, rompieron «el corro» igualitario proyectado por Jesús, en el que nadie tiene una autoridad mayor que los otros, y establecieron una Jerarquía apostólica (hier-archia, sagrada-autoridad; de hieros, sagrado, y arkhomai, yo mando). Toda la historia de la Iglesia, incluyendo el concilio Vaticano II, trastorna, pues, completamente la idea verdadera del Jesús histórico. O para ser más exactos: la idea del «Jesús» inventado por Pagola.
Jesús «nunca pensó en un grupo cerrado y excluyente. No quería formar con ellos una comunidad de “elegidos” de Dios» (303). «Lo que más le interesa a Dios no es la religión, sino un mundo más humano y amable. Lo que busca es una vida más digna, sana y dichosa para todos, empezando por los últimos» (493). «Pertenecer a la Iglesia es comprometerse por un mundo más justo» (494). «Seguir a Jesús pide desarrollar la acogida. No vivir con mentalidad de secta. No excluir ni excomulgar» (495).
–El proyecto de Jesús es simplemente difundir entre los hombres el Reino de Dios, un Reino presente, social, horizontal.
«Dios tiene un gran proyecto. Hay que ir construyendo una tierra nueva, tal como la quiere él. Se ha de orientar todo hacia una vida más humana, empezando por aquellos para los que la vida no es vida. Dios quiere que rían los que lloran y que coman los que tienen hambre: que todos puedan vivir.
«Si algo desea el ser humano es vivir, y vivir bien. Y si algo busca Dios es que ese deseo se haga realidad. Cuanto mejor vive la gente, mejor se realiza el reino de Dios […] Cualquier otra idea de un Dios interesado en recibir de los hombres honor y gloria, olvidando el bien y la dicha de sus hijos e hijas, no es de Jesús. A Dios le interesa el bienestar, la salud, la convivencia, la paz, la familia, el disfrute de la vida, el cumplimiento pleno y eterno de sus hijos e hijas» (335).
En este último párrafo tenemos un ejemplo de «la dialéctica de los contrarios», muy frecuente en Pagola. A Dios no le interesa que los hombres le glorifiquen, y menos cultualmente, sino que hagan el bien a sus hermanos. Gran falsedad. Para conocer la verdad no hay que enfrentar extremos aparentemente contrapuestos, optando por uno y rechazando el otro. No es el et-et, sino el aut-aut. La verdad bíblica y católica es que la glorificación de Dios y el bien temporal y eterno del hombre se exigen y potencian mutuamente, y son inseparables.
La doxología. Según vemos, el proyecto auténtico del Jesús histórico, según Pagola, apenas promueve la intención doxológica: la glorificación de Dios, la alabanza y la acción de gracias, como misión cristiana permanente. La frase que Jesús dice al Padre, «yo te he glorificado sobre la tierra, cumpliendo la obra que me encomendaste realizar» (Jn 17,4), expresa solamente, por lo visto, una concepción religiosa del cristianismo, que no proviene realmente del Jesús histórico. El mismo error hace pensar que los hombres se perdieron porque «no glorificaron» a Dios y porque «sirvieron a la criatura en lugar de al Creador» (Rm 1,21.25). También sería falsa la norma alienante de San Pablo: «hacedlo todo para gloria de Dios» (1Cor 10,31). Está claro. Las pocas veces que Pagola toca el tema de la glorificación de Dios es con reticencia, y contraponiéndola falsamente con el empeño por hacer el bien a los hombres.
La soteriología tampoco es afirmada por Pagola en la intención de Cristo. En su extenso libro apenas se menciona el pecado y el poder del Demonio sobre el mundo. No baja Jesús del cielo para «quitar el pecado del mundo» y para «vencer al Demonio», sino para aliviar a la humanidad de tantos sufrimientos que la oprimen. Según esto, los Evangelios y todo el Nuevo Testamento falsifican a Jesús, como si hubiera bajado del cielo para «salvar a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21), como si el Padre le hubiera enviado al mundo para «llamar a los pecadores» (Mc 2,17), haciendo posible su conversión con el auxilio de su gracia: «si no os convertís, todos moriréis igualmente» (Lc 13,3).
«Jesús abandona también el lenguaje duro del desierto [el de Juan]. El pueblo debe escuchar ahora la Buena Noticia. Su palabra se hace poesía. Invita a la gente a mirar la vida de manera nueva. Comienza a contar parábolas que el Bautista jamás hubiera imaginado. El pueblo queda seducido» (90).
Pagola afirma cien veces en su libro que Dios perdona «sin condiciones», que «no excluye a nadie», que «acoge a todos». Se trata, sin duda, de una «creación» suya ideológica, sin base alguna en la Escritura, más aún, que se opone a muchas frases y escenas del Evangelio, pero que hoy resulta muy atrayente para muchos. Por la demás, expresa Pagola esta doctrina en tantas ocasiones y con tanta ambigüedad, que resulta imposible sintetizar su pensamiento en unas pocas citas. Pero su doctrina es falsa o muy vulnerable al error, al malentendimiento de la actitud de Jesús hacia el pecado y los pecadores.
«Ofrece el perdón sin exigir previamente un cambio. No pone a los pecadores ante las tablas de la ley, sino ante el amor y la ternura de Dios […] Este perdón que ofrece Jesús no tiene condiciones […] solo quedan excluidos quienes no se acogen a su misericordia» (217-218). El Dios de Jesús «no es el Dios vigilante de la ley, atento a las ofensas de sus hijos, que le da a cada uno según su merecido y no concede el perdón si antes no se han cumplido escrupulosamente unas condiciones. Este es el Dios del perdón y de la vida; no hemos de humillarnos o degradarnos en su presencia. Al hijo no se le exige nada. Solo se espera de él que crea en su padre» (334).
Al parecer, el arrepentimiento del pecador, el reconocimiento y la confesión de las propias culpas –como lo hace el hijo pródigo (Lc 15,21)–, lo mismo que el propósito de la enmienda –«vete y no peques más» (Jn 8,11)­–, son actos espirituales superfluos en orden a la amistad con Dios, o al menos no necesarios para obtener el perdón de Dios. Incluso a veces son entendidos por Pagola como actos espirituales auto-degradantes. Al pecador le basta para la justificación poner su fe fiducial en Jesús. Sin más condiciones. Hay que reconocer que no es fácil diferenciar esta enseñanza de la de Lutero.
La conversión no es necesaria para conseguir de Dios el perdón de los pecados. Dicho en otras palabras: se puede recibir el perdón de Dios aunque se rechace la gracia de la conversión que Él da previamente. Un adúltero, por ejemplo, aunque se manifieste decidido a proseguir en su adulterio, puede ser perdonado por Dios, que da su perdón sin exigir nada a cambio.
Pero más aún: ni siquiera es necesaria para la salvación la fe en Cristo ni la religión. Y éste sí que es un paso adelante al que no llega Lutero, que tanto enfatiza la necesidad salvífica de la fe. Pagola expone su pensamiento, por ejemplo, cuando recuerda el Juicio final: con fe o sin ella, con religión o sin ella, el hombre se salva él, él mismo, haciendo obras buenas en favor de sus hermanos:
«Los que son declarados “benditos del Padre” no han actuado por motivos religiosos, sino por compasión. No es su religión ni la adhesión explícita a Jesús lo que los conduce al reino de Dios, sino su ayuda a los necesitados. El camino que conduce a Dios no pasa necesariamente por la religión, el culto o la confesión de fe, sino por la compasión hacia los “hermanos pequeños” […] Podemos decir sin temor a equivocarnos que la “gran revolución religiosa” llevada a cabo por Jesús es haber abierto otra vía de acceso a Dios distinta de lo sagrado: la ayuda al hermano necesitado. La religión no tiene ya el monopolio de la salvación; el camino más acertado es la ayuda al necesitado. Por él caminan muchos hombres y mujeres que no han conocido a Jesús» (203). El Padrenuestro lo expresa bien: «¡Padre! […] Él es el “Padre del cielo”. No está ligado al templo de Jerusalén ni a ningún otro lugar sagrado. Es el Padre de todos, sin discriminación ni exclusión alguna. No pertenece a un pueblo privilegiado. No es propiedad de una religión. Todos lo pueden invocar como Padre» (339).
Éste es, al parecer, uno de los temas que más alejan a la Iglesia católica del verdadero «proyecto de Jesús», pues ella, desde hace veinte siglos, pretende la salvación de los hombres «por la religión, el culto y la confesión de la fe». A veces con esfuerzos extremos, hasta el riesgo del martirio, persiste empeñada la Iglesia en ser efectivamente «sacramento universal de salvación», con su fe en Cristo y sus sacramentos; prosigue obstinadamente en el intento de difundir el Evangelio mediante las misiones a todas las naciones, para que todas lleguen al conocimiento y a la fe en el único Salvador del mundo, y puedan unirse a Él en la oración, las virtudes y los sacramentos. Ignora que hay otro camino de salvación, incluso «más acertado», que es simplemente «la ayuda al necesitado». Desconociendo, pues, la verdadera misericordia de Dios revelada por Cristo, sigue la Iglesia llamando a todos los hombres a la conversión. Sigue llamándolos a que reciban de Cristo la gracia de la conversión, para que así abran sus corazones a la gracia del perdón de sus pecados.
Es quizá en este campo de ideas donde Pagola siente más –lo expresa como en confidencia– su misión de profeta, que ha de convertir a la Iglesia al verdadero Evangelio, del que está tan alejada desde el principio.
«Algo está cambiando en mí. Amo a la Iglesia tal como es, con sus virtudes y su pecado, pero ahora, cada vez más, la amo porque amo el proyecto de Jesús para el mundo: el reino de Dios. Por eso quiero verla cada vez más convertida a Jesús. No veo una forma más auténtica de amar a la Iglesia que trabajar por su conversión al Evangelio». Lo que pretende Pagola con su libro Jesús y con tantos otros escritos y conferencias es precisamente eso: «la conversión de la Iglesia a Jesús» (496).
Y la conversión es antes que nada una meta-noia, una transformación del nous, un cambio de doctrina.
José María Iraburu, sacerdote