Papa Francisco: “Confesar no es ir a un sillón del
psiquiatra, ni ir a una sala de tortura: es decir al Señor: ‘Señor, soy un
pecador’”
“Hay una cosa muy bella: cuando nosotros confesamos nuestros
pecados, como están en la presencia de Dios, sentimos siempre la gracia de la
vergüenza. Avergonzarse ante Dios es una gracia. Es una gracia: ‘Me
avergüenzo’”
25 de octubre de 2013.- (Radio Vaticano / Camino Católico)
La homilía de esta mañana, en la Misa celebrada en la Casa Santa Marta, por el
Papa Francisco se ha centrado totalmente en el Sacramento de la Reconciliación.
Confesarse, ha dicho el Santo Padre, es ir hacia el amor de Jesús con sinceridad
de corazón y con la transparencia de los niños, no rechazando nunca sino
acogiendo “la gracia de la vergüenza” que nos hace percibir el perdón de Dios.
Para muchos creyentes adultos, confesarse ante el sacerdote
es un esfuerzo insoportable, que a veces les lleva a esquivar el Sacramento, o
una pena tal que transforma un momento de verdad en un ejercicio de ficción.
San Pablo, en la Carta a los Romanos, comentada por el Papa Francisco, hace
exactamente lo contrario: admite públicamente ante la comunidad que “en su
carne no habita el bien”. Afirma ser un “esclavo” que no hace el bien que
quiere, sino que realiza el mal que no quiere. Esto sucede en la vida de fe,
observa el Papa, por lo que “cuando quiero hacer el bien, es el mal el que está
a mi lado”.
“Esta es la lucha de los cristianos. Es nuestra lucha de
todos los días. Y nosotros no siempre tenemos la valentía de hablar como habla
Pablo sobre esta lucha. Siempre buscamos una vía de justificación: ‘Pero sí,
todos somos pecadores’. Pero, ¿lo afirmamos así, no? Esto lo dice
dramáticamente: es nuestra lucha. Y si no reconocemos esto, nunca podremos
tener el perdón de Dios. Porque si el ser pecador es una palabra, una forma de
hablar, una manera de decir, entonces no necesitamos el perdón de Dios. Pero si
es una realidad que nos hace esclavos, necesitamos esta liberación interior del
Señor, esa fuerza. Pero lo más importante aquí es que para encontrar la vía de
salida, Pablo confiesa a la comunidad su pecado, su tendencia de pecado. No la
esconde”.
La confesión de los pecados hecha con humildad y es eso“lo
que la Iglesia nos pide a nosotros”, recuerda el Papa Francisco, que ha citado
también la invitación de Santiago: “Confesad entre vosotros los pecados”. Pero
“no, -aclara el Papa-, para hacer publicidad”, sino “para dar gloria a Dios” y
reconocer que es “Él el que me salva”. He aquí la razón, prosigue el Papa, para
confesarse uno va al hermano, “al hermano cura”: Para comportarse como Pablo.
Sobre todo, destaca, con la misma “eficacia”.
“Algunos dicen: ‘Ah, yo me confieso con Dios’. Esto es
fácil, es como confesarte por e-mail, ¿no? Dios está allá, lejos, yo le digo
las cosas y no hay un cara a cara. Pablo confiesa su debilidad a los hermanos,
cara a cara. Otros dicen: ‘No, yo me confieso’, pero se confiesan de tantas
cosas etéreas, tan en el aire, que no concretan nada. Esto es lo mismo que no
hacerlo. Confesar nuestros propios pecados no es ir a un sillón del psiquiatra,
ni ir a una sala de tortura: es decir al Señor: ‘Señor, soy un pecador’, pero decirlo
a través del hermano, para que esta afirmación sea eficaz. ‘Y soy un pecador
por esto, por esto y por esto”.
Concreción, honestidad y también, añade el Papa Francisco,
una sincera capacidad de avergonzarse de los propios errores, no hay caminos en
la sombra alternativos al camino abierto que lleva al perdón de Dios, a
percibir en el profundo del corazón su perdón y su amor. Aquí el Papa pide que
imitemos también a los niños.
“Los pequeños tienen esta sabiduría, cuando un niño viene a
confesarse, nunca dice cosas generales. ‘Padre he hecho esto, y esto a mi tía,
al otro le dije esta palabra’ y dicen la palabra. Son concretos, ¿eh? Y tienen
la sencillez de la verdad. Y nosotros tendemos siempre a esconder la realidad
de nuestras miserias. Pero hay una cosa muy bella: cuando nosotros confesamos
nuestros pecados, como están en la presencia de Dios, sentimos siempre la
gracia de la vergüenza. Avergonzarse ante Dios es una gracia. Es una gracia:
‘Me avergüenzo’.
Pensemos en Pedro, cuando después del milagro de Jesús en el
lago dijo: ‘Señor aléjate de mí, que soy un pecador’. Se avergonzaba de su
pecado ante la santidad de Jesucristo”.