*2 conversiones repentinas

José Antonio Fortea, cura de la diócesis de Alcalá de Henares famoso por sus libros sobre demonología y algunos casos de exorcismos que ha recogido la prensa, publicó hace cinco años el libro "Memorias de un exorcista" (Ed. Martínez Roca, 2008). En realidad, los temas demonológicos sólo ocupan una tercera parte del libro. El resto del volumen habla de su infancia, de su vocación, de la vida cotidiana de un cura en un pueblo, en el servicio militar, como capellán en un hospital, las relaciones con feligreses, compañeros, sus lecturas y aficiones...

El libro se lee bien, con agilidad, y resultará especialmente interesante para aquellos que hemos nacido entre 1965 y 1980, con un costumbrismo que recoge los dibujos animados, los tebeos, los libros de nuestra generación. Y también el ambiente eclesial. Pero, más impactante que los testimonios de exorcismos es el testimonio de conversión del joven Fortea, que vamos a transcribir íntegro por su absoluta gratuidad, para luego compararlo con tres casos "emblemáticos": el del escritor francés André Frossard, el de la autora soviética Tatiana Gorítcheva y el de la poetisa norteamericana Joy Davidman.

Fortea era un chaval de Barbastro, Huesca, de 15 años, que no iba a misa excepto en alguna ocasión familiar o escolar y no tenía ningún interés por Dios. El cambio llegó el 12 de octubre de 1983, cuando estudiaba segundo de BUP.

"Un día como otro cualquiera, entré en mi habitación y, de pronto, sentí que era un egoísta y una mala persona. Me entró un gran arrepentimiento y vi que la Iglesia era el camino por donde iría progresando hacia la virtud. Todo esto no duró más de medio minuto, no oí ninguna voz celestial, ni tuve ninguna visión, pero de pronto se había operado en mí una gran conversión: había comprendido que era un pecador y que el camino de la salvación era la Iglesia.

Así de sencillo, así de repentino. Ya me gustaría poder escribir treinta capítulos, como san Agustín, explicando mi marcha hacia la conversión. Pero en mi caso no hubo evolución, sino irrupción repentina de la gracia.

Es curioso, nada había preparado ni presagiado ese momento, no tenía ningún remordimiento, ninguna preocupación, nada. Fue una acción fulminante de la gracia. Vivía tan feliz en mi alejamiento de la religión y de pronto... De pronto, en medio minuto, me acababa de convertir en una persona religiosa. Era increíble. En los días precedentes, ni mi familia, ni mis amigos, ni mis profesores me habían impulsado a ello. Nada, absolutamente nada. No había una causa razonable que provocara aquel cambio tan brusco, tan profundo.

Sin duda, cualquier psiquiatra me diría que eso se debía a mil causas latentes en mi subconsciente. Pero no, yo, que me conozco bien, puedo asegurar que aquello fue la gracia, una gracia súbita, contundente, que me hizo pasar del blanco al negro en medio minuto, sin hablar con nadie, sin leer nada, sólo dándome cuenta de esas dos cosas, que yo era un pecador y que las enseñanzas de la Iglesia eran la verdad y constituían el camino para progresar en virtud. Fue un cambio sin dudas ni vacilaciones.

En aquel mismo momento me arrodillé al lado de mi cama y oré intensamente, sabiendo que alguien me escuchaba. Aquélla sí que fue una oración profunda. No duró más allá de dos minutos, pero en cuanto me levanté, tomé una hoja de papel y comencé a hacer examen de conciencia. Sin ningún tipo de resistencia por mi parte, entendí que debía confesarme.

Externamente seguí igual, pero internamente era ya otra persona. No comuniqué a nadie mi cambio, mi conversión. Al llegar el domingo, pensé que debía ir a misa. Pero se me hacía muy duro, porque cuando iba a misa era acompañado de mi familia o de todo el curso. Me resultaba muy violento ir solo. Pensaba que, al entrar, la gente me miraría y que comentarían en voz baja mi presencia allí. Barbastro no era Nueva York, todos nos conocíamos, y mis miedos no eran infundadas imaginaciones de mi mente.

Estuve luchando internamente media hora, en mi casa. Pero cada vez que me decía voy, me imaginaba a las señoras susurrando ah, mira, el hijo de Fortea, qué raro, si nunca viene.

Finalmente, a pesar de mis esfuerzos internos, me rendí; no podía ir, era superior a mis fuerzas. Diez minutos después, un amigo que en nueve años nunca me había invitado a ir a misa me llamó por teléfono y me preguntó: ¿Quieres ir a misa? Nadie me había propuesto jamás ir a misa, y ese domingo, ¡justamente ese!, recibía aquella llamada. Dios existía, dijeran lo que dijeran Marx, Freud o Sagan en su documental Cosmos.

Ese día fui, y ya no dejaría de ir cada domingo en lo que me quedaba de vida. Ese domingo me confesé y por fin comulgué a ciencia y conciencia. Dios había irrumpido en mi vida de un modo arrasador. No había precisado de tiempo, ni de preparación, ni de nada; entró cuando Él quiso, como Señor que entra cuando quiere, donde quiere.

No hace falta decir que mi presencia en aquella iglesia de San Francisco fue notada. Había más de trescientas personas, y las noticias no tardarían en llegar a mi madre. Y reza muy fervorosamente después de comulgar, le llegó a decir a mi madre una señora de la misma calle. Mi madre no se opuso y no me dijo nada, pero sí que me refirió ese comentario, sugiriéndome que no me significara tanto. 
A continuación, copiamos el fragmento que narra el momento clave de la conversión de la joven estudiante de filosofía Tatiana Gorítcheva. Nihilista inquieta, desencantada de todo y de todos en la URSS de los años setenta, había empezado a practicar yoga por relajarse: 


"Cansada y desilusionada, realizaba ejercicios de yoga y repetía mantras. Conviene saber que, hasta ese instante, yo nunca había orado ni conocía realmente oración alguna. Pero el libro de yoga proponía como ejercicio una plegaria cristiana, en concreto, la oración del Padrenuestro. Empecé a repetirlo mentalmente como una mantra de un modo inexpresivo y automático. La dije unas seis veces. Entonces, de repente, me sentí transformada por completo. Comprendí con todo mi ser que Él existe. ¡Él, el Dios vivo y personal, que me ama a mí y a todas las criaturas, que ha creado el mundo, que se hizo hombre por amor, el Dios crucificado y resucitado! ¡Qué alegría y qué luz esplendorosa brotó, entonces, en mi corazón! El mundo entero, cada piedra, cada arbusto, estaban inundados de una suave luminosidad." 

[ Hablar de Dios resulta peligroso, Tatiana Goritcheva, Ed. Herder; ver un testimonio más completo en:
www.interrogantes.net/Tatiana-Goritcheva-Desde-el-vacio-del-mundo-oficialmente-ateo/menu-id-1.html ]

Es una conversión súbita, gratuita, fulminante y maravillosa, sin duda. Pero Gorítcheva era estudiante de filosofía en la universidad, tenía inquietudes vitales, aunque no religiosas. Y había repetido seis veces el Padrenuestro, aunque fuese mecánicamente. Fortea sólo era un chico de 15 años y no rezaba nada. En un ranking de "conversiones gratuitas", el adolescente de Barbastro competiría favorablemente. 


Pablo J Ginés