*El mayor milagro de mi Divinidad en la tierra fue...

Mensajes de Nuestro Señor Jesucristo a sus hijos los predilectos.
("A Mis Sacerdotes" de Concepción Cabrera de Armida)



LXVII

DOS PAPELES DE JESÚS 



El mayor milagro de mi Divinidad en la tierra fue el de esconder sus resplandores dentro de la Humanidad sacratísima. Milagro de mi omnipotencia fue ocultar los esplendores eternos de mi Ser.

Y este prodigio sobre toda ponderación lo produjo el amor, el amor que quería atraer y no atemorizar con los rayos de mi Majestad; el amor que se abajó a tomar carne, a hacerse hombre para que el hombre no se alejara de Mí ni me temiera; sino que uno Conmigo, en la fraternidad de la carne, se me acercara, me tocara, me viera sin morir y me diera toda su confianza.

Haciendo milagros de omnipotencia y de amor, quise ganar al hombre con esa delicadeza en la que jamás se piensa ni menos se agradece. Yo sabía que iba a morir, que vine a la tierra sólo para santificarla, para conducir con mi doctrina única a la humanidad hacia el cielo.

Pero, no le bastó a mi amor infinito unos cuantos años de portentoso milagro-el de esconder y ocultar mis resplandores en la tierra-,sino que quise perpetuar ese milagro hasta el fin de los siglos en la Eucaristía. También ahí velo mis resplandores para que el hombre no tema, sino que sólo me ame con la confianza de esa igualdad que da el amor.

¿Por qué llama la atención y hasta se duda de la Eucaristía, si es sólo un rasgo de mi amor íntimo y de su unidad? Todo un Dios no encontró manera más propia para manifestar su sed de acercamiento al hombre que bajar al mundo y quedarse en la Eucaristía sin dejar de ser divino.

Quiso Dios juntar dos polos, la Divinidad con la humanidad culpable, que necesitaba de una Carne pura para purificarse, de un amor divino para divinizarse. Y he aquí algo estupendo juntar la Majestad con la tierra, la Pureza con la malicia, no mí, sino cargada por Mí, para expiarla de Dios a Dios.

Yo mismo Dios-Hombre, perdonaba y expiaba; redimía y premiaba; pero, ¡a costa de cuántas penas externas e internas!, ¡a costa de cuántos sacrificios que han pasado y pasarán desapercibidos por el mundo sensual y aun para muchos corazones de los míos!

Por una parte cargaba, cargaba como Cordero los pecados para expiarlos, me avergonzaba y me avergüenzo aun , con una vergüenza casi infinita ante mi Padre, por los pecados del mundo que llevaba sobre mi pecho como un fardo inmenso, como una montaña que no me mataba solo porque era Dios.

Por otra parte y al mismo tiempo presentaba mi vergüenza ante la Divinidad ofendida, hacía que esa vergüenza en el Hombre-Dios atrajera la misericordia del Dios-Hombre, Yo mismo porque soy una sola Divinidad con el Padre y el Espíritu Santo.

Y esta lucha, y este peso de los pecados del mundo, y estas dos cosas en Mí: el hombre expiando y Dios perdonando, que fue mi vida en la tierra, continúa lo mismo en el cielo. Porque el título de Redentor no acabo con mi muerte, sino que se perpetúa en el cielo ante la Divinidad ofendida para alcanzar su perdón. Jesús, Salvador en la tierra, continúa siendo Jesús Salvador en el cielo, y presenta ante la Divinidad mi Sangre-en cada misa, sobre todo- que se refleja en el cielo, y mis méritos, mis llagas, mi amor al hombre para conmover a la Divinidad en favor del hombre.

Y este papel, que durará hasta el fin de los siglos, es el que quiero para mis sacerdotes por medio de su transformación en Mí; ésta debe ser su misión, continuación de la mía. ¡Que sean otros Jesús, unos Conmigo, víctimas Conmigo, ofreciéndome y ofreciéndose, -transformados en Mí- al Padre Celestial, a la Divinidad, siempre ofendida, para alcanzar perdón, misericordia y gracias para las almas!

Y tan identificados en Mí quiero tener a mis sacerdotes, que, siendo otros Cristos, alcancen de la Divinidad lo que Yo, y más que Yo, si así se necesita para desempeñar mi papel en la tierra y representar mi Persona Divina con dos naturalezas, divina y humana.

Es indispensable para continuar Yo en ellos mi misión en la tierra, el que sean otros Yo. Yo en ellos para expiar y perdonar; porque mucho de mi Divinidad hay en los poderes conferidos a mis sacerdotes, y ellos lo poseen para impartir las gracias a las almas.

¿Qué harían mis sacerdotes, si mi Divinidad no los asistiera y no pusiera en sus manos los tesoros inmortales, solo emanados y participados de esa sola y única Divinidad, una en las Tres Divinas Personas?

¿Qué haría mi Iglesia Católica, sin esa Divinidad única que la posee y que le da vida? No sería inmortal, no tendría ningún valor su doctrina, sería estéril, sin dar jamás frutos de vida eterna.

Pero mi Iglesia es divina, porque tiene consigo a las Tres Personas Divinas y también me tiene a Mí como Dios la segunda Persona de la Trinidad; y como Hombre, escalón para llegar a Divinidad. Me tiene a Mí como Redentor divino; como Glorificador divino, como Santificador divino en el Espíritu Santo.

¿Qué haría el mundo sin mi Iglesia y sin Mí, Dios-Hombre, que hace los dos papeles: de hombre que expía, y de Dios que se conmueve; de Hombre-Dios, de Dios-Hombre, por amor y que quema esa basura en el fuego del amor divino?

Nadie, ni muchos de los míos tienen en cuenta estos pensamientos que son una feliz realidad. ¡Qué pocos piensan en mi papel de Redentor como Hombre-Dios, y de Salvador como Dios-Hombre! Y pocos se me hacen los siglos para seguir ofreciendo a la Divinidad ultrajada, los méritos del Hombre-Dios, adquiridos sobre la tierra, asociando a esas expiaciones voluntarias, a los dolores de muchas almas y de muchos cuerpos, que entrando en mi unidad, se sacrifican en el mundo, y completan mi Pasión que nunca se completa, por mi sed de más padecer y porque nunca cesan los pecados del hombre.

¡Ah! ¡De piedra hay que tener el corazón para no conmoverse con mi ternura, para no rendirse ante tal amor, y abajamiento, ante tantas pruebas de ese amor de un Jesús Redentor, Salvador y Glorificador, en las almas.

Estas verdades, deben conmover a mis sacerdotes principalmente, y darles una idea de la vocación sublime que desempeñan al representarme. Que las graben en lo más íntimo de su ser, y que continúen en íntima y transformante unión Conmigo, su papel de sacerdotes, de manera que sean dignos de expiar y de perdonar, de redimir y de salvar”.