*Revelaciones a María Valtorta: la Crucifixión

Pasión y Muerte de Jesús 



609-La crucifixión, la muerte y el descendimiento.


(...) Se retrae, se afloja, se abandona. Todo el peso del cuerpo gravita sobre los pies y hacia delante. Son las extremidades heridas las que sufren la pena atroz de irse hendiendo sometidas a la tensión de un cuerpo abandonado a su propio peso. Ya ningún movimiento alivia este dolor. Desde el íleon hacia arriba, todo el cuerpo está separado del madero, y así permanece.

 La cabeza cuelga hacia delante, tan pesadamente que el cuello parece excavado en tres lugares: en la zona anterior baja de la garganta, completamente hundida; y a una parte y otra del esternocleidomastoideo. La respiración es cada vez más jadeante, aunque entrecortada: es ya más estertor sincopado que respiración. De tanto en tanto, un acceso de tos penosa lleva a los labios una espuma levemente rosada. Y las distancias entre una espiración y la otra se hacen cada vez más largas. El abdomen está ya inmóvil. Sólo el tórax presenta todavía movimientos de elevación, aunque fatigosos, efectuados con gran dificultad... La parálisis pulmonar se va acentuando cada vez más.

 Y cada vez más débil, volviendo al quejido infantil del niño, se oye la invocación:

 -¡Mamá!

 Y la pobre susurra:

 -Sí, tesoro, estoy aquí.

 Y cuando, por habérsele velado la vista, dice:

 -Mamá, ¿dónde estás? Ya no te veo. ¿También tú me abandonas?

 Y esto no es ni siquiera una frase, sino un susurro apenas perceptible para quien más con el corazón que con el oído

recoge todo suspiro del Moribundo. Ella responde: -¡No, no, Hijo! ¡Yo no te abandono! Oye mi voz, querido mío... Mamá está

aquí, aquí está... y todo su tormento es el no poder ir donde Tú estás...

 Es acongojante... Y Juan llora sin trabas. Jesús debe oír ese llanto, pero no dice nada. Pienso que la muerte inminente le hace hablar como en delirio y que ni siquiera es consciente de todo lo que dice y que, por desgracia, ni siquiera comprende el consuelo materno y el amor del Predilecto.

Las Marías lloran, todas, con la cabeza apoyada contra el realce terroso. Y se oye bien su llanto, porque toda la gente ahora calla de nuevo para recoger los estertores del Moribundo.

 Otro intervalo de silencio. Luego, pronunciada con infinita dulzura y oración ardiente, la súplica:

 -¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!

 Otro intervalo de silencio. Se hace leve también el estertor. Apenas es un susurro limitado a los labios y a la garganta.

 Luego... adviene el último espasmo de Jesús. Una convulsión atroz, que parece quisiera arrancar del madero el cuerpo clavado con los tres clavos, sube tres veces de los pies a la cabeza recorriendo todos los pobres nervios torturados; levanta tres veces el abdomen de una forma anormal, para dejarlo luego, tras haberlo dilatado como por una convulsión de las vísceras; y baja de nuevo y se hunde como si hubiera sido vaciado; alza, hincha y contrae el tórax tan fuertemente, que la piel se introduce entre las costillas, que divergen y aparecen bajo la epidermis y abren otra vez las heridas de los azotes; una convulsión atroz que hace torcerse violentamente hacia atrás, una, dos, tres veces, la cabeza, que golpea contra la madera, duramente; una convulsión que contrae en un único espasmo todos los músculos de la cara y acentúa la desviación de la boca hacia la derecha, y hace abrir desmesuradamente y dilatarse los párpados, bajo los cuales se ven girar los globos oculares y aparecer la esclerótica.

Todo el cuerpo se pone rígido. En la última de las tres contracciones, es un arco tenso, vibrante -verlo es tremendo-. Luego, un grito potente, inimaginable en ese cuerpo exhausto, estalla, rasga el aire; es el "gran grito" de que hablan los Evangelios y que es la primera parte de la palabra "Mamá"... Y ya nada más...

 La cabeza cae sobre el pecho, el cuerpo hacia delante, el temblor cesa, cesa la respiración. Ha expirado.

 La Tierra responde al grito del Sacrificado con un estampido terrorífico. Parece como si de mil bocinas de gigantes provenga ese único sonido, y acompañando a este tremendo acorde, óyense las notas aisladas, lacerantes, de los rayos que surcan el cielo en todos los sentidos y caen sobre la ciudad, en el Templo, sobre la muchedumbre... Creo que alguno habrá sido alcanzado por rayos, porque éstos inciden directamente sobre la muchedumbre; y son la única luz, discontinua, que permite ver.

Y luego, inmediatamente, mientras aún continúan las descargas de los rayos, la tierra tiembla en medio de un torbellino de viento ciclónico. El terremoto y la onda ciclónica se funden para infligir un apocalíptico castigo a los blasfemos. Como un plato en las manos de un loco, la cima del Gólgota ondea y baila, sacudida por movimientos verticales y horizontales que tanto zarandean a las tres cruces, que parece que las van a tumbar.

 Longinos, Juan, los soldados, se asen a donde pueden, como pueden, para no caer al suelo. Pero Juan, mientras con un brazo agarra la cruz, con el otro sujeta a María, la cual, por el dolor y el temblor de la tierra, se ha reclinado en su corazón. Los otros soldados, especialmente los del lateral escarpado, han tenido que refugiarse en el centro para no caer por el barranco. Los ladrones gritan de terror. El gentío grita aún más. Quisieran huir. Pero no pueden. Enloquecidos, caen unos encima de otros, se pisan, se hunden en las grietas del suelo, se hieren, ruedan ladera abajo.

 Tres veces se repiten el terremoto y el huracán. Luego, la inmovilidad absoluta de un mundo muerto. Sólo relámpagos, pero sin trueno, surcan el cielo e iluminan la escena de los judíos que huyen en todas las direcciones, con las manos entre el pelo o extendidas hacia delante o alzadas al cielo (ese cielo injuriado hasta este momento y del que ahora tienen miedo). La oscuridad se atenúa con un indicio de luz que, ayudado por el relampagueo silencioso y magnético, permite ver que muchos han quedado en el suelo: muertos o desvanecidos, no lo sé. Una casa arde al otro lado de las murallas y sus llamas se alzan derechas en el aire detenido, poniendo así una pincelada de rojo fuego en el verde ceniza de la atmósfera.

 María separa la cabeza del pecho de Juan, la alza, mira a su Jesús. Lo llama, porque mal lo ve con la escasa luz y con sus pobres ojos llenos de llanto. Tres veces lo llama:

 -¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús!

 Es la primera vez que lo llama por el nombre desde que está en el Calvario. Hasta que, a la luz de un relámpago que forma como una corona sobre la cima del Gólgota, lo ve, inmóvil, pendiendo todo Él hacia fuera, con la cabeza tan reclinada hacia delante y hacia la derecha, que con la mejilla toca el hombro y con el mentón las costillas. Entonces comprende. Entonces extiende los brazos, temblorosos en el ambiente oscuro, y grita:

 -¡Hijo mío! ¡Hijo mío! ¡Hijo mío!

 Luego escucha... Tiene la boca abierta, con la que parece querer escuchar también; e igualmente tiene dilatados los ojos, para ver, para ver... No puede creer que su Jesús ya no esté...  Juan -también él ha mirado y escuchado, y ha comprendido que todo ha terminado- abraza a María y trata de alejarla de allí, mientras dice:

 -Ya no sufre.

 Pero antes de que el apóstol termine la frase, María, que ha comprendido, se desata de sus brazos, se vuelve, se pliega curvándose hasta el suelo, se lleva las manos a los ojos y grita:

 -¡No tengo ya Hijo!

 Luego se tambalea. Y se caería, si Juan no la recogiera, si no la recibiera por entero, en su corazón. Luego él se sienta en el suelo, para sujetarla mejor en su pecho, hasta que las Marías -que ya no tienen impedido el paso por el círculo superior de soldados, porque, ahora que los judíos han huido, los romanos se han agrupado en el rellano de abajo y comentan lo sucedido- sustituyen al apóstol junto a la Madre.

 La Magdalena se sienta donde estaba Juan, y casi coloca a María encima de sus rodillas, mientras la sostiene entre sus brazos y su pecho, besándola en la cara exangüe vuelta hacia arriba, reclinada sobre el hombro compasivo. Marta y Susana, con la esponja y un paño empapado en el vinagre le mojan las sienes y los orificios nasales, mientras la cuñada María le besa las manos, llamándola con gran aflicción, y, en cuanto María vuelve a abrir los ojos y mira a su alrededor con una mirada como atónita por el dolor, le dice:

 -Hija, hija amada, escucha... dime que me ves... soy tu María... ¡No me mires así!...

 Y, puesto que el primer sollozo abre la garganta de María y caen las primeras lágrimas, ella, la buena María de Alfeo,dice:

 -Sí, sí, llora... Aquí conmigo como ante una mamá, pobre, santa hija mía - y cuando oye que María le dice: « ¡Oh, María, María! ¿Has visto?», ella gime: «¡Sí!, sí,... pero... pero... hija... ¡oh, hija!...

 No encuentra más palabras y se echa a llorar la anciana María: es un llanto desolado al que hacen de eco el de todas las otras (o sea, Marta y María, la madre de Juan y Susana).

 Las otras pías mujeres ya no están. Creo que se han marchado, y con ellas los pastores, cuando se ha oído ese grito femenino...

 Los soldados cuchichean unos con otros.

 -¿Has visto los judíos? Ahora tenían miedo.

 -Y se daban golpes de pecho.

 -Los más aterrorizados eran los sacerdotes.

 -¡Qué miedo! He sentido otros terremotos, pero como éste nunca Mira: la tierra está llena de fisuras.

 -Y allí se ha desprendido todo un trozo del camino largo.

 -Y debajo hay cuerpos.

 -¡Déjalos! Menos serpientes.

 -¡Otro incendio! En la campiña...

 -¿Pero está muerto del todo?

 -¿Pero es que no lo ves? ¿Lo dudas?



Aparecen de tras la roca José y Nicodemo. Está claro que se habían refugiado ahí, detrás del parapeto del monte, para

salvarse de los rayos. Se acercan a Longinos. -Queremos el Cadáver.

 -Solamente el Procónsul lo concede. Pero id inmediatamente, porque he oído que los judíos quieren ir al Pretorio para obtener el crurifragio. No quisiera que cometieran ultrajes.

 -¿Cómo lo has sabido?

 -Me lo ha referido el alférez. Id. Yo espero.

 Los dos se dan a caminar, raudos, hacia abajo por el camino empinado, y desaparecen.

 Es entonces cuando Longinos se acerca a Juan y le dice en voz baja unas palabras que no alcanzo a oír. Luego pide a un soldado una lanza. Mira a las mujeres, centradas enteramente en María, que lentamente va recuperando las fuerzas. Todas dan la espalda a la cruz.

 Longinos se pone enfrente del Crucificado, estudia bien el golpe Y luego lo descarga. La larga lanza penetra profundamente de abajo arriba, de derecha a izquierda.

Juan, atenazado entre el deseo de ver y el horror de ver, aparta un momento la cara.

 -Ya está, amigo - dice Longinos, y termina:

 -Mejor así. Como a un caballero. Y sin romper huesos... ¡Era verdaderamente un Justo! De la herida mana mucha agua y un hilito sutil de sangre que ya tiende a coagularse. Mana, he dicho. Sale solamente filtrándose, por el tajo neto que permanece inmóvil, mientras que si hubiera habido respiración éste se habría abierto y cerrado con el movimiento torácico-abdominal (...)

           
                                                               ---------------



Lo que intenta dar a entender Francisco, sobre que la Virgen María quizás pensó que la habían engañado, no es cierto, una vez más se comprueba que Francisco, dice cosas de los Evangelios, que se saca de la manga. La Virgen María, nunca pensó que había sido engañada: (Para ver las frases de Francisco ir al principio del mensaje.) dice también Francisco, que supuestamente, la Virgen María pensó: (...) me has dicho que sería grande; tú me has dicho que le darías el Trono de David, su padre, que reinaría para siempre y ahora ¡lo veo ahí [en la Cruz,(...) esta desconfianza en los planes de Dios no es propio de la Virgen María, la Llena de Gracia, no podía caer en la tentación de la desesperación y la desconfianza de reclamarle nada a Dios. Así actuamos muchas veces los seres humanos que llevamos el pecado original en nosotros desde nuestro nacimiento, Ella no.  Francisco dijo, que como era humana...; humana, sí, pero, sin pecado original, no era como nosotros que albergamos dudas sobre los planes de Dios, por tanto, en Ella no podía haber ni un ápice de falta de fe, ni de falta de esperanza, y mucho menos dudar de la perfección del plan de Dios, si no, una absoluta esperanza en El, la Virgen María, llena de Gracia y Sabiduría, Madre de Dios y Madre Nuestra, incompatible con el pecado, con absoluta confianza en Dios, fue una gran heroína, Corredentora con Jesús en su Dolorosa Pasión, que por su humildad Santa, pasó casi desapercibida. Se puede comprobar en este diálogo entre Madre e Hijo, un diálogo desgarrador pero, no desesperado. Ella, La Virgen María, desde el día la Presentación en el Templo, ya supo por el sabio Simeón que algo terrible ocurriría en un futuro, cuando éste le profetizó que: "Una espada atravesaría su corazón", o sea, que no hubo decepción, pues, la Virgen María, tuvo que vivir con el sufrimiento constante llevado con paz y serenidad santas, de saber durante toda la vida de Jesús, que algo muy doloroso estaba por venir.

Cuando se produjo la muerte de su Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, y una muerte tan cruel, hubo desgarro lacerante, pero, no desesperación, ni decepción.

¿Que hubiera hecho otra mujer en sus circunstancias? La Virgen María, a pesar del terrible dolor lacerante y desgarrador que sufrió también fue perfecta en el dolor. 
Nota.-Se puede o no creer en estas revelaciones dadas por Jesús a María Valtorta. no es obligatorio. Pero, no hay duda que se pueden valorar en un alto grado de credibilidad, aunque, éstas no puedan ser por el momento ninguna prueba objetiva.



 Animo a todos en este año 2014, que además de leer  los Evangelios en profundidad,  lean también los libros del "Evangelio como me fue revelado", unos relatos maravillosos de la vida de Jesús, revelados por El mismo Jesús a María Valtorta:

                       El Evangelio como me fue revelado
                - Poema de El Hombre Dios María Valtorta