El más importante de todos los negocios

por San Alfonso María de Ligorio

El más importante de todos los negocios es el de nuestra eterna salvación, del cual depende nuestra fortuna o nuestra ruina eterna. Una sola cosa es necesaria. . Es el único fin para el que Dios nos ha puesto en el mundo. ¡Desgraciados si erramos!

Decía San Francisco Javier que en el mundo no había más que un bien: salvarse, y un mal: condenarse. ¿Qué importa que seamos pobres o despreciados o estemos enfermos? Si nos salvamos, seremos siempre felices. En cambio, ¿de qué nos servirá haber sido reyes y emperadores, si somos desgraciados eternamente?

Dios quiere que todos los hombres se salven. Si nos perdemos, es únicamente por culpa nuestra; ése será nuestro mayor tormento en el infierno. Si, como decía Santa Teresa, cuando por culpa nuestra perdemos cualquier bagatela, una prenda, un anillo, tanta pena sentimos, ¿cuál será la pena del condenado al ver que por culpa suya lo perdió todo, el alma, el paraíso y a Dios?

¡Señor, que la muerte se viene encima! ¿Y qué he hecho yo por la vida eterna?

¡Cuántos años hace que merecía estar en el infierno, donde ya no pudiera arrepentirme ni amaros a Vos! Ya que todavía lo puedo, me arrepiento y os amo. ¿A qué espero? ¿A tener que gritar con los condenados: nos hemos equivocado, y ya no hay para nosotros ni habrá ya nunca remedio?

Para todo otro error puede haber remedio en este mundo; pero la pérdida del alma es un mal sin remedio.

¡Cuántos trabajos y fatigas no se toman los hombres por ganar algún interés, alguna honra o algún placer! Y por el alma, ¿qué hacen? Se diría que la pérdida del alma no significa nada. ¡Cuánta solicitud para conservar la salud del cuerpo! Se buscan los mejores médicos, las mejores medicinas, los climas más sanos, y para el alma todo es negligencia.

¡Dios mío! No quiero resistir más a vuestra voz. ¿Quién sabe si las palabras que ahora leo son la llamada final? ¡Podemos condenarnos para siempre! ¿Y no temblamos? ¿Y dilatamos el arreglo de nuestra conciencia?

San Alfonso Ma. de Ligorio
Piensa, hermano mío, cuántas gracias te ha hecho Dios para salvarte. Te hizo nacer en el seno de la Iglesia, de familia piadosa, te sacó del mundo y te puso en su casa. Y luego, ¡cuántas facilidades para la santidad! Sermones, directores, buenos ejemplos. ¡Cuántas luces, cuántas voces amorosas en los ejercicios espirituales, en la oración y en las comuniones! ¡Cuántas misericordias de Dios! ¡Cuánto tiempo te ha esperado! ¡Cuántas veces te ha perdonado! Gracias que a otras muchas almas no ha hecho el Señor.

¿Qué pude hacer a mi viña que no lo hiciera?. ¿Qué más pude hacer a tu alma para que diera huertos frutos? Y, sin embargo, durante tantos años; ¿qué frutos has dado? Si se hubiera puesto en nuestras manos el escoger los medios para salvarme, ¿pudiéramos haber pensado en otros más seguros y más fáciles?

¡Ah! Si no nos aprovechamos de tantas gracias, servirán ellas para hacernos más desgraciada la muerte. Para hacerse santo no se requieren éxtasis y visiones; basta emplear los medios que la vida religiosa nos proporciona: frecuentad la oración, sed desprendidos, observad la regla, aun en las cosas más menudas, y os haréis santos (N. de la R: Habla el santo a los religiosos. Los laicos deben frecuentar los sacramentos, rezar diariamente, realizar lecturas piadosas y constructivas, cultivar su fe estudiando su religión, no frecuentar malas amistades, etc).


María, Madre de Dios, rogad a Jesús por mí.