Jesús: me darás alegría entre tantas amarguras

30 de Septiembre de 1975

EL LLANTO NO ES SIGNO DE DEBILIDAD

Hijo mío, Yo he llorado y no  una sola vez como alguno cree. He llorado contemplando desde lo alto la Ciudad, objeto de mi gran amor. Mis lágrimas eran el rebosar al exterior de un dolor que mi Corazón no podía ya contener.
 He llorado pues no por debilidad, sino porque veía las lla­gas de la Ciudad predilecta, la destrucción y la suerte señalada por la Justicia divina.
Qué necios son los que piensan poder burlarse de Dios con terca obstinación, o bien otros que piensan poder continuar en sus pecados, confiando en la Miseri­cordia divina.
Olvidan como ya te he dicho, que en Dios, mise­ricordia y justicia son inseparables porque son una cosa sola.
Hijo, no sólo una vez lloré sobre la Ciudad amada y pre­dilecta, pero he llorado otras veces por la ruina de las almas, tan amadas y que por ellas no he vacilado en inmolarme como víctima de expiación y reconciliación en el Calvario y en los altares.
He llorado por Judas, como ya sabes, no tanto por la traición perpetrada a mi respecto, sino por la pérdida de su espíritu soberbio, lujurio­so e impenitente.
Judas ha resistido a mi amor y a todo im­pulso de mi gracia. Habría bastado un acto simple de arre­pentimiento y Yo, con alegría, lo habría salvado.

Esto lo deben de considerar bien los centuplicados Judas de estos tiempos, y deben considerarlo también los numerosísimos hijos míos que se obstinan en rechazarme.
No es debilidad pues, mi llanto, sino el rebosante dolor de mi Corazón herido mor­talmente por la ruina de tantas almas,  no pocas de ellas consagradas a Mí.

Ha llorado también la Madre

Ha llorado también mi Madre, la mas fuerte y valerosa entre todas las madres de la humanidad. Ha derramado lágrimas amargas en tiempos lejanos y cercanos, ante la casi total insensibilidad de muchos sacerdotes y fieles.

Ella conoce bien la grave crisis que sufre mi Iglesia y el mundo entero, sordos a todo reclamo de mi Corazón misericordioso, envueltos en una pavorosa oscu­ridad que es preludio de la inminente tempestad.

No rían los hijos del pecado, no rían los hijos de las tinieblas: ¡la espada de la divina Justicia pende sobre su cabeza!

Hijo, ¿qué más podía hacer por mi querida y tiernamente amada Ciudad? Entonces dije: "¡Jerusalén, Jerusalén, tu que ma­tas a los profetas y lapidas a los que te son enviados, ¡Cuán­tas veces quise reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus pollitos bajo sus alas y vosotros no habéis querido! Os será abandonada vuestra casa desierta y de ti no queda­rá piedra sobre piedra".

Arroja la semilla

¿Acaso hoy mi Iglesia, mis Iglesias, las ciuda­des y las naciones, son mejores que Jerusalén?
Pero ¿qué cosa podía hacer que no haya hecho para sal­varos?
Jerusalén me rechazó. Jerusalén me condenó; no faltaron los buenos que sí acogieron mis palabras, como tampoco faltan hoy.

Ciudades y pueblos sumergidos en un nauseabundo paganismo, me rechazan renovando así la inicua condena.
Hijo mío: el curso de la divina Justicia será inexorable e irresistible.
Transmite este mensaje mío a tus hermanos, sin preo­cuparte de las reacciones que de ello puedan venir.

Como buen sembrador arroja la semilla, de la cual aunque únicamente un solo granito cayera en buen terreno, no habrá  sido inútil tu trabajo y tus sufrimientos.

Habrás hecho un buen servicio a tus hermanos y dado a Mí un poco de alegría entre tantas amarguras que me son dadas.
Te bendigo hijo mío, ámame mucho.

A Ottavio Michelini, sacerdote