Las campanas de Nagasaki: mi historia

(1908-1951), médico radiólogo japonés, escribió su vida en el
famoso libro Las campanas de Nagasaki. Se había dejado seducir por el materialismo
ateo durante sus años de estudiante, buscando la verdad solamente en la ciencia. Tuvo la
suerte de alojarse, siendo estudiante, en casa de la familia Moriyama, fervorosos
católicos, y se casó con una de sus hijas. En junio de 1933 recibió el bautismo.
Sobrevivió a la bomba atómica que cayó sobre su ciudad de Nagasaki el 9 de agosto de
1945.
Él cuenta lo ocurrido: Repentinamente el cielo se iluminó por un instante y el
resplandor de una luz hizo palidecer el sol de verano. Una columna de humo blanco
empezó a subir de la tierra, tomando la forma de una gigantesca seta u hongo. Una luz
terrible. No hubo ruido. Pero lo que aterrorizó y heló la sangre fue el soplo inmenso
que se escapó de debajo de la nube blanca. A una velocidad aterradora pasó sobre las
colinas y los campos arrasándolo todo. Las casas de las cimas cedieron ante su fuerza,
y cada árbol del campo fue arrancado de cuajo y sus hojas desaparecieron como por
encanto. Se diría que un invisible, pero gigantesco cilindro compresor, trituraba cuanto
hallaba a su paso. Un horrible ruido hirió de súbito los oídos de los que presenciamos
de lejos tan terrible espectáculo. Nos sentimos levantados, tirados contra una pared de
piedra a cinco metros de allí.

Herido en la región de los ojos, creí que había perdido la vista. No era así, pero
estaba ensangrentado. Y el edificio entero se había derrumbado. Enterrado entre los
escombros, luché denodadamente hasta que terminé por salir por mi propio esfuerzo.
El espectáculo que tenía ante mis ojos era apocalíptico. Entre escalofriantes masas de
carne, se destacaban lentamente, a rastras, aquellos en los que había una chispa de
vida .Empezamos los primeros cuidados, pero nunca me había sentido tan impotente,
tan inútil para poder ayudar a aquellos seres humanos destrozados y desgarrados por
el dolor.
No podíamos atender a todos los que se agolpaban en torno a los escasos
médicos supervivientes. Apenas habíamos mal vendado a uno, cuando se presentaba
otro con la misma súplica: ¡Doctor, sálveme!
Jamás me había sentido tan impotente como al mirar el terrible panorama de
miedo, de agonía, de muerte y destrucción. No podía hacer nada, absolutamente nada.
La sangre me corría por el rostro, desde las sienes hasta la barbilla. Los ojos parecía
que me iban a estallar. A veces, queriendo incorporar un cuerpo, para ver si retenía
aún señales de vida, se deshacía en mis manos como fango pegajoso. Miré al cielo y
oré.
Al día siguiente, siguió curando a los heridos sin darse tregua. El día 11 pudo ir
a su casa, pero su casa no existía más y hasta le resultó difícil encontrarla. Buscó entre
los restos a su esposa. Estaba calcinada. Recogió sus huesos y vio que, en su mano
derecha, tenía un rosario. Había muerto con el rosario en la mano. Más tarde, al remover
los restos de su casa, encontró el crucifijo, que la familia de Midori había conservado
durante 250 años en medio de las persecuciones. Pudo decir: He sido despojado de todo
y sólo he encontrado este crucifijo. El 20 de noviembre, en una misa por todos los
difuntos de la ciudad, en la catedral de Urakami, el barrio católico de Nagasaki, dijo en
su intervención: El holocausto de Jesucristo en el Calvario, ilumina y confiere
significado a nuestras vidas.

Takashi Nagaï fue un gran médico católico, que ofreció sus sufrimientos por la
salvación del mundo. Murió a los 43 años, debido a los efectos de las miles de
radiografías tomadas sin la debida protección. En 1949 recibió en su casa la visita del
Emperador del Japón, reconociéndole sus méritos a favor de la patria