3 miradas, 3 llamadas: Vocación de Mateo

Llamada de Jesús a Mateo para ser discípulo (Visiones de María Valtorta)

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* Tres miradas, tres llamadas: “Mateo, hijo de Alfeo, ha llegado la hora. Ven… ¡Sígueme!”.- 


■ Una vez más en la palaza de Cafarnaúm, pero en una hora de mayor calor en que el mercado ha terminado ya y solo hay algunas personas ociosas hablando y unos niños entregados al juego. Jesús, en medio de su grupo, viene del lago hacia la plaza, acariciando a los niños que le salen al paso e interesándose por sus confidencias… Ya han llegado a la plaza. Jesús va derecho al banco de la alcabala, donde Mateo está haciendo sus cuentas y comprobando si corresponden con las monedas (las cuales divide en categorías metiéndolas en bolsitas de distinto color y colocando éstas en un arca de hierro). Dos siervos esperan para transportar el arca a otro lugar. 

En el preciso momento en que la sombra proveniente del alto cuerpo de Jesús se extiende, Mateo levanta la cabeza para ver quién era el que se había retardado en ir a pagar. Pedro, mientras tanto, dice, tirando a Jesús de la manga: “No tenemos nada que pagar, Maestro. ¿Qué haces?”. Pero Jesús no le hace caso. 

Mira fijamente a Mateo, que se ha puesto de pie inmediatamente en actitud reverente. Otra segunda mirada perforadora, no obstante, ya no se trata de mirada del juez severo de la otra vez;  es una mirada de llamada y de amor. Le envuelve, le llena de amor. Mateo se pone colorado. No sabe qué hacer, qué decir… 

Jesús ordena majestuosamente: “Mateo, hijo de Alfeo, ha llegado la hora. Ven… ¡Sígueme!”. Mateo, sorprendido: “¿Yo… Maestro? ¡Señor! ¿Pero sabes quién soy?… Lo digo por Ti, no por mí…”. 

Jesús repite con voz más dulce: “Ven, y sígueme, Mateo hijo de Alfeo”. Mateo: “¡Oh! ¿Cómo es posible que haya alcanzado favor ante Dios?… ¿Yo… Yo…?”.  La tercera invitación es una caricia: “Mateo, hijo de Alfeo, he leído tu corazón. Ven ¡Sígueme!”. 

Mateo: “¡Enseguida, mi Señor!”  y  con lágrimas en los ojos, sale por detrás del banco, sin preocuparse siquiera por recoger las monedas esparcidas sobre él, ni de pedir la caja fuerte, ni de nada. Y cuando está cerca de Jesús le pegunta: “¿A dónde vamos, Señor? ¿A dónde me llevas?”. 

Jesús: “A tu casa. ¿Quieres dar hospedaje al Hijo del hombre?”. 

Mateo: “¡Oh! Pero… pero ¿qué dirán los que te odian?”. 

Jesús: “Yo escucho lo que se dice en los Cielos, y allí se dice: «Gloria a Dios por un pecador que se salva»,  y el Padre dice: «Para siempre la Misericordia se levantará en los Cielos y se derramará sobre la Tierra, y, puesto que con un amor eterno, con un amor perfecto, Yo te amo, también contigo uso misericordia». Ven. Y que yendo Yo a tu casa, ésta se santifique además de  tu corazón”. 

Mateo: “Yo la tenía purificada, por una esperanza que tenía en mi alma… que, no obstante, la razón no podía creer verdadera… ¡Oh, yo con tus santos…!” y mira a los discípulos. 

Jesús: “Sí, son mis amigos. Venid. Os uno y sed hermanos”. Los discípulos están hasta tal punto estupefactos, que todavía no han encontrado la forma de decir palabra alguna. Detrás de Jesús y Mateo caminan en grupo por la plaza, que está completamente vacía de gente, y van por un estrecho paso de la calle que arde bajo sol abrasador. No hay ser viviente alguno en las calles, solo sol y polvo.

 ■ Entran en casa. Una hermosa casa con un amplio portal que se abre hacia fuera. Un hermoso atrio lleno de sombra y frescor, luego un pórtico ancho dispuesto como jardín. 

Mateo: “¡Entra, Maestro mío! ¡Traed agua y bebidas!”. Los criados corren a traerles. Mateo sale a dar órdenes, mientras Jesús y los suyos se refrescan. Regresa y dice: “Ahora ven, Maestro. La sala está fresca… Ahora vendrán amigos…¡Oh! ¡Quiero que se haga una gran fiesta! Es mi regeneración. Es la mía… esta es la circuncisión verdadera… Me has circuncidado el corazón con tu amor… Maestro, es la última fiesta… No más fiestas para el publicano Mateo. No más fiestas mundanales… sola la fiesta interna de haber sido redimido y de servirte a Ti… de ser amado por Ti… cuánto he llorado… no sabía cómo hacer… quería ir… pero… ¿cómo ir a Ti?… ¿A Ti, santo… con mi alma sucia?”. 

Jesús: “Tú la lavabas con el arrepentimiento y caridad para Mí y para el prójimo. 

■ Pedro… ven aquí”. Pedro que todavía no ha hablado, pues sigue tan estupefacto, da un paso adelante. Los dos hombres, igualmente ya de edad, de estatura baja, robustos, están frente a frente, y Jesús ante ellos, los mira con una hermosa sonrisa, y dice: “Pedro, me has preguntado muchas veces quién era el desconocido de la bolsa de dinero que llevaba Santiaguito. Mírale. Le tienes frente a ti”. 

Pedro: “¿Quién?… Este lad… ¡Perdona, Mateo! Pero ¿quién podía pensar que eras tú, precisamente tú, nuestra desesperación —por la usura—, fueses capaz de arrancarte cada semana un pedazo de tu corazón, al dar ese rico óbolo?”. 

Mateo: “Lo sé. Injustamente os tasé. Pero mirad, me arrodillo ante todos vosotros y os digo: «¡No me arrojéis de vuestra presencia! Él me ha acogido, no seáis más severos que Él»”. 

Pedro, que está junto a Mateo, le levanta improvisadamente, a pulso, brusca pero cariñosamente: “¡Vamos! ¡vamos! Ni a mí ni a los demás. Pídele perdón a Él. Nosotros… ¡bueno hombre!, más o menos somos ladrones como tú… ¡Ay! ¡Lo he dicho! ¡Maldita lengua! Pero es que yo soy así: lo que pienso, lo digo; lo que tengo en el corazón, lo tengo en los labios. Ven. Vamos a hacer un pacto de paz y de amor” y besa a Mateo en las mejillas. Los otros también lo hacen con más o menos cariño. Digo así porque Andrés lo hace con reserva, debido a su timidez y Judas Iscariote se muestra frío; parece como si abrazase un montón de serpientes, pues apenas le abraza. Mateo sale al oír un ruido.