Conversos a través de la Lectura Espiritual



San Alfonso María de Ligorio


Tan necesaria, quizá, como la oración es la lectura de libros santos para la vida espiritual. Escribe San Bernardo que «la lectura nos prepara para la oración y para la práctica de las virtudes y luego añade, a modo de conclusión: «La lectura y la oración son las armas con que se vence al demonio y se conquista el cielo».


Tan grande es el provecho que causan los libros buenos, cuanto es grande el daño que causan los libros malos; así como aquéllos han sido con frecuencia causa de la conversión de muchos pecadores, así éstos causan la ruina de muchos jóvenes. El autor de los libros buenos es el espíritu de Dios, así como de los libros malos lo es el espíritu del demonio, que a muchos logra engañar frecuentemente, disimulando el veneno que tales libros encierran.
«Los malos libros, junto con los malos programas de televisión, son el peor veneno con que el demonio se vale en nuestros tiempos para arrastrar las almas al infierno. Si San Ligorio hubiera vivido en nuestros días no sé lo que hubiera dicho contra las revistas pornográficas y las inmoralidades de la televisión. Claro está que es un pecado gravísimo recrearse en esas cosas; pero el cristiano que ama a Dios y al prójimo por Dios, no le basta salvar su alma huyendo de contemplar esas inmoralidades, sino que ha de hacer cuanto esté de su parte para conseguir que esas cosas desaparezcan del país. ¡Qué Dios nos ayude a conseguirlo!» (El editor.)

Pero sigamos oyendo al Santo sobre la eficacia de los buenos libros: ¡Cuán grandes son los bienes que produce la lectura de los libros santos!
En primer lugar, así como la lectura de los malos libros según indiqué, llena el alma de sentimiento; mundanos y perniciosos, la lectura de los buenos llena el espíritu de pensamientos y deseos santos. ¿Qué pensamientos santos puede cultivar un alma ocupada, en lecturas de libros curiosos y profanos, que hacen germinar en su cabeza ideas mundanas y en el corazón una legión de afectos terrenos? ¿Cómo se va a mantener en la presencia de Dios, y cómo va a hacer actos y afectos piadosos? El molino muele el grano que se le echa; si se le echa mal grano, ¿cómo que- remos que dé harina buena? Irá, a la oración y a la comunión, y, en vez de estar pensando en Dios
y haciendo actos de amor y de confianza, estará profundamente distraída, porque le vendrán en tropel a la memoria todas las vanas ideas de sus lecturas. En cambio, quien tiene la mente bien nutrida de especies devotas, como máximas espirituales, ejemplos de virtud de los santos, se verá acompañada de tales pensamientos, no sólo durante la oración, sino también fuera de ella; por lo cual podrá ser casi continuo su recogimiento en Dios.

En segundo lugar, el alma, embebecida en santos pensamientos por medio de la lectura, estará mejor dispuesta para rechazar las tentaciones internas.
Con ese fin, San Jerónimo se la aconsejaba a discípula Salvina: «No dejes de las manos los libros divinos, que serán como un escudo donde reboten las flechas de los malos pensamientos».
En tercer lugar, la lectura nos sirve para ver las manchas del alma, y viéndolas, más fácilmente las podremos quitar. El mismo San Jerónimo escribió a Demetriades «que se sirviera de la lectura como de un espejo»; con lo cual quería significar que, así como el espejo nos descubre las manchas del rostro, la lectura de los libros santos nos descubre las manchas de la conciencia. «En ella —nota San Gregorio hablando de la lectura— vemos lo que tenemos de hermoso y lo que tenemos de deforme; por ella apreciamos nuestros progresos»; vemos si hemos adelantado o hemos retrocedido en las vías de Dios.

En cuarto lugar, por la lectura de libros santos recibimos muchas luces, y sentimos las llamadas divinas. Advierte San Jerónimo «que cuando oramos hablamos nosotros a Dios, y cuando leemos es Dios quien nos habla a nosotros». Y lo mismo enseña San Ambrosio: «Cuando oramos, le hablamos (a Dios); cuando leemos, le oímos».

No siempre, como antes decía, podremos tener junto a vosotras al padre espiritual ni siempre podremos oír la palabra de santos predicadores, que nos den luces y nos dirijan acertadamente por los caminos de Dios; pero tenemos quien los supla en los buenos libros.
¡Cuántos santos han abandonado el mundo y se han dado a Dios por la lectura de un libro espiritual!

Bien conocido es el ejemplo de San Agustín, que, estando miserablemente aherrojado por sus pasiones y sus vicios, fue iluminado por luz celestial, que le vino por la lectura de una Epístola de San Pablo, salió de las tinieblas y comenzó a caminar hacia la santidad. Lo mismo le aconteció a San Ignacio de Loyola; siendo todavía soldado, para vencer al aburrimiento de las horas que tenía que estar en el lecho, a causa de las heridas, comenzó a leer un libro de Viidas santos que de casualidad le vino a las manos; eso bastó para hacerle comenzar a ser santo, convertido en padre y fundador de esa religión de la Compañía de Jesús, que tantos días de gloria ha dado a la Iglesia.

San Juan Colombini leyó por casualidad también y casi contra su voluntad, un libro devoto, y eso bastó para hacerle dejar el mundo, para elevarle a la santidad y hacerle fundador de una orden religiosa. De dos cortesanos del emperador Teodosio cuenta San Agustín que entraron un día en un monasterio: uno de ellos se puso a curiosear una Vida de San Antonio que encontró en una celda; pero de tal modo le fueron dominando los santos pensamientos que leía, que allí mismo tomó la resolución de dejar el mundo y luego habló a su compañero con tal fervor, que los dos decidieron dedicarse, en aquel monasterio, al servicio de Dios.

En las Crónicas de los carmelitas descalzos se lee que una señora de Viena se había arreglado una tarde para asistir a un sarao; pero llegado que hubo al salón y viendo que la fiesta se había
suspendido, se llenó de rabia, y para distraer el mal humor tomó un libro espiritual que casualmente le vino a las manos, el libro trataba del desprecio del mundo, y tanto la convenció, que dio un adiós al mundo y se hizo carmelita.

Cosa parecida le sucedió a la duquesa de Montalto en Sicilia, que también, como por descuido, tomó un día las obras de Santa Teresa, comenzó a leerlas, y tanto le impresionó su lectura que, una vez obtenido el consentimiento de su marido, se hizo carmelita descalza.