Jesús: No se quejen de que las sectas se llenen

Del libro del Sinaí al Calvario de Catalina Rivas, Bolivia. Imprimatur por Mons. José Oscar Barahona C.
Obispo de San Vicente, El Salvador, C.A. 


Mis meditaciones se detuvieron de golpe cuando oí al Señor dar Su último grito entre aspiraciones de aire, cada vez más espaciadas:

Padre... ¡En Tus manos encomiendo Mi Espíritu...!

... Ahora el Señor me permitía que yo, pobre pecadora, presenciase aquel instante y reviviese así el otro, unidas las dos circunstancias por la Infinita Omnipotencia del que Todo lo puede y en el amor del que es el Amor mismo. Pocos momentos en mi vida habrán de ser tan impactantes y tan difíciles de explicar...

En el Gólgota, el Cielo estaba casi negro, la tierra entera temblaba y toda la gente había echado a correr huyendo. Unos gritando de miedo por ver la misma naturaleza sacudiéndose, otros llorando y suplicando perdón, y repitiendo que verdaderamente Este Hombre era el Hijo de Dios.

“Vuelvo al Padre -me dijo Jesús- y un día habrán de comprender,
aquellos malos hermanos que han hecho un oficio de su vocación, el verdadero sentido de Mi predilección por ellos, al concederles la gracia de hacerme presente a través de sus manos en la Eucaristía...

“Entonces ya no usarán el Altar para lanzar una homilía que pueda confundir en lugar de ayudar al hombre, para hacer política, para justificar un salario o simplemente para ‘cumplir con su deber’ cuando ya no pueden evitarlo, y lo hacen mirando el reloj para salir corriendo a cumplir con sus otras ‘obligaciones’...

“Esos tendrán que hacer un alto en su camino hacia el abismo, y reconocerán que su amor por ellos mismos es mayor que el amor y el deseo de servicio a Dios y al hombre; porque con su actitud le quitan la confianza y desaniman a aquel que decide ir –al menos una vez por semana- al encuentro Conmigo...

A ellos y a ustedes les digo desde Mi Cruz: No se quejen de que las sectas se vayan llenado de gente, sin preguntarse si es una consecuencia del testimonio de ustedes...”

Volví a oír aquellas Palabras que representaban el final y el principio de todo: “Padre, ¡En Tus manos encomiendo Mi Espíritu!” y la cabeza del Salvador de la humanidad, se recostó sobre Su hombro y Su pecho, y así permaneció un momento antes de descolgarse del todo sobre el pecho. Ese momento, que podría haber sido interminable y que a veces creo que vivirá por siempre junto a mí, estaba absolutamente presente en mis ojos, en mis oídos, cuando me dijo:

“Tenía todo el Cuerpo destrozado, pero Mi gozo era tan grande que desde el otero de Mi Pasión contemplé el Cielo y exclamé que habiéndose cumplido todo perfectamente, en las manos del Padre amoroso encomendaba Mi Espíritu.”


“Ese Espíritu, que fuera revelado a los hombres el día de Mi Bautizo en el Jordán, retornaría al Padre Conmigo para que nuevamente la Trinidad estuviese Plena en la Gloria. Y así como se abrieron los Cielos aquel día para que la Luz irradiara al Amor de la Tercera Persona, como dice el Evangelio, en forma de una paloma, ahora se rasgaba el velo del Templo que cubría El Arca de la Alianza, para sentenciar a los que Me habían condenado y aquello sí los horrorizó por la cultura y la educación de esa gente.”

La misión del Verbo había concluido, la tremenda batalla había llegado a su fin. Moría el Hijo del Hombre, entregado voluntariamente por Amor. Me depositaba, confiadamente en las manos de Mi Padre, pacíficamente, dulcemente. Otro había muerto horas antes ahorcado, desesperado; como mueren los cobardes, los traidores, los que no aman a Mi Padre y por tanto no confían en el perdón.”