Sínodo: Nuestra fe no quedará sepultada


Ni siquiera el más optimista de los oficialistas-buenistas puede estar contento con lo que ha ocurrido en los dos últimos años, con una Iglesia dividida en cuestiones que afectan a tres sacramentos y con el espectáculo de manipulación, filtraciones, quejas, enfrentamientos abiertos ante el mundo, textos heterodoxos (Relatio intermedia 2014) o confusos (resto de relatios) de los dos últimos sínodos.
Buena parte de ese embolado en el que nos han metido, y al que muchos buenos pastores se han visto empujados no por voluntad suya, gira en torno a dos conceptos diferentes e irreconciliables de la misercordia divina. Uno, herético, que es una copia barata de las tesis luteranas pero va incluso más allá de las mismas. Se trata de una misericordia que concede el perdón al pecador pero no transforma su esencia, su naturaleza caida, que sigue siendo esclava del pecado. A lo sumo, dicen, ese perdón ejerce una influencia benéfica que anima al perdonado a ser mejor persona. Es un concepto pelagiano o semipelagiano -va por barrios la cosa-, de la gracia.
El otro concepto lo expresó perfectamente nuestro Papa emérito cuando todavía era Papa reinante:
«Para evitar equívocos, conviene recordar que la misericordia de Jesús no se manifiesta poniendo entre paréntesis la ley moral. Para Jesús el bien es bien y el mal es mal. La misericordia no cambia la naturaleza del pecado, pero lo quema en su fuego de amor. Este efecto purificador y sanador se realiza si hay en el hombre una correspondencia de amor, que implica el reconocimiento de la ley de Dios, el arrepentimiento sincero, el propósito de una vida nueva. A la pecadora del Evangelio se le perdonó mucho porque amó mucho. En Jesús Dios viene a darnos amor y a pedirnos amor».
Palabras de S.S. Benedicto XVI en Asís, el 17 de Mayo de 2007, en su homilía en la plaza inferior de la basílica de san Francisco.
Por más que algunos quieran enterrar la verdad en el cementerio de la mentira, la verdad acaba resucitando e imponiéndose. Hay tantas posibilidades de que la fe católica sucumba a las estratagemas de los malvados que la atacan como de que Cristo se quedará sepultado para siempre en la tumba a la que fue a parar una vez crucificado.
Muchos fieles se encuentran hoy en una situación parecida a la de los apóstoles tras la muerte de Cristo y antes de su resurrección. Se preguntaban qué había pasado, cómo era posible que Aquel al que habían visto hacer milagros y predicar con autoridad divina estuviera muerto y enterrado. Hoy muchos se preguntan si la fe católica está al borde del colapso, clavada a un madero de heterodoxia por aquellos que quieren transformarla en un engendro agradable a los ojos del mundo y de quienes quieren ser cristianos sin pasar por la cruz y recorrer el camino de la santidad. Pues bien, no es así, aunque así pueda parecerlo ante tanta tibieza y falta de claridad.
Recordemos siempre que nuestra seguridad y firmeza absoluta está en Cristo. Aquí el problema no lo tienen quienes por pura gracia -nada pues, de qué presumir- han recibido el don de una fe firmemente asentada en la Revelación (Escritura y Tradición), sino aquellos débiles en la fe que son llevados de acá para allá por todo viento de doctrina. Con la circunstancia agravante de que algunos -no todos, no la mayoría- de los responsables de cuidarles espiritualmente son los que han convertido dichos vientos en huracanes que amenazan con dejar desoladas las almas de millones de fieles.
Esos pastores perversos -no tienen otro nombre- merecen la mayor de las condenaciones. Y quienes les aplauden, quienes encima tienen la poca vergüenza dearremeter contra quienes siguen el mandato de Judas 3 y defienden con celo santo de Dios el depósito de la fe que se nos ha entregado, merecen igual destino. Quiera Dios dar a esos perversos antes de su muerte el arrepentimiento para así poder salvarse, así tengan que pasarse en la peor zona del purgatorio todo el tiempo que queda hasta el regreso de Cristo.
Mientras tanto, quedémonos con lo mucho de santo y bueno que tiene la fe católica. Quedémonos con el testimonio de nuestros santos. Quedémonos con el magisterio luminoso de los grandes papas. Por más que quieran los malos, no pueden borrar enseñanzas como la de la cita de Benedicto XVI que he escrito antes. Pidamos a Dios gracia sobre gracia para no caer en la desesperación, para no dejarnos arrastrar por las estratagemas de los falsos apóstoles, que se presentan como heraldos de la misericodia mientras trabajan para mantener a las almas en la esclavitud del pecado y del error. Más puede Cristo que todos ellos. 
Encomendémonos a la intercesión de la Madre del Señor, nuestra Madre, destructoria de las herejías. Que ella nos obtenga de su Hijo la gracia de que este tiempo se acorte.
Laus Deo Virginique Matri.
Luis Fernando Pérez Bustamante