Sueños de san Juan Bosco

(Extracto) 

El Obispo, al verme tan preocupado: —No se inquiete de ese modo —me dijo—; está tranquilo, no dude de mí; no me iré; hable. —Dígame, Monseñor, ¿se ha salvado? —Míreme— contestó; observe cuan lozano resplandeciente me encuentro.

Su aspecto me daba cierta esperanza de que se hubiera salvado; pero no contentándome con eso, añadí: —Dígame si se ha salvado: ¿sí o no? —Sí; estoy en un lugar de salvación— me respondió. —Pero ¿está en el Paraíso gozando de Dios o en el Purgatorio? —Estoy en un lugar de salvación; pero aún no he visto a Dios y necesito aún que rece por mi. —¿Y cuánto tiempo tendrá que estar todavía en el Purgatorio? —¡Mire aquí!— Y me mostró un papel, añadiendo: —

¡Lea!

Yo tomé el papel en la mano, lo examiné atentamente, pero no viendo en él nada escrito, le dije:

—Yo no veo nada. —Mire lo que hay escrito; lea—. Me volvió a decir. —Lo he mirado y lo estoy mirando, pero no puedo leer nada, porque nada hay escrito.

Mire mejor. —Veo un papel con dibujos en forma de flores celestes, verdes, violáceas, pero cifras no veo ninguna. —Pues esas son mis cifras. —Yo no veo ni cifras, ni números.

El prelado miró el papel que yo tenía en la mano y después dijo:

—Ya sé por qué no comprende, ponga el papel al revés.

Examiné la hoja con mayor atención, la volví de un lado y de otro, pero ni al derecho ni al revés la pude leer. Solamente me pareció apreciar que entre los trazos de aquellos dibujos se veía el número dos.

El Obispo continuó: ¿Sabe por qué es necesario leer al revés? Porque los juicios de Dios son diferentes de los juicios del mundo. Lo que los hombres juzgan como sabiduría es necedad para Dios.

No me atreví a pedirle me diera una más clara explicación, y dije: —Monseñor, no se marche; tengo que preguntarle algunas cosas más.

—Pregunte, pues; yo le escucho. —¿Me salvaré? —Tenga esperanza en ello. —No me haga sufrir; dígame si me salvaré. —No lo sé. —Al menos, dígame si estoy o no en gracia de Dios. —No lo sé. —¿Y mis jóvenes, se salvarán? —No lo sé. —Por favor, le suplico que me lo diga. —Ha estudiado Teología, por tanto lo puede saber y darse la respuesta a sí mismo. —¿Cómo? ¿Está en un lugar de salvación y no sabéisnada de estas cosas?

—Mire; el Señor se las hace saber a quien quiere; y cuando quiere que se den a conocer estas cosas, concede el permiso y da la orden. De otra manera nadie puede comunicarlo a los que viven aún.

Yo me sentía impulsado por un deseo vehemente de preguntar más y más cosas ante el temor de que Monseñor se marchase.

—Ahora, dígame algo de su parte para comunicarlo a mis jóvenes. —Vos sabéis tan bien como yo qué es lo que tiene que hacer. Tenéis la Iglesia, el Evangelio, las demás Escrituras que lo contienen todo; dígales que salven el alma, que lo demás nada interesa. 

—Pero, eso lo sabemos ya; debemos salvar el alma. Lo que necesitamos es conocer los medios que hemos de emplear para conseguirlo. Déme un consejo que nos haga recordar esta necesidad. Yo se lo repetiré a mis jóvenes en vuestro nombre. —Dígales que sean buenos y obedientes —¿Y quién no sabe esas cosas? —Dígales que sean modestos y que recen. —Pero, dígame algo más práctico. —Dígales que se confiesen frecuentemente y que hagan buenas comuniones. —Algo más concreto, más particular. —Se lo diré puesto que así lo quiere. Dígales que tienen delante de si una niebla y que simplemente el distinguirla es ya una buena cosa. Que se quiten ese obstáculo de delante de los ojos, como se lee en los Salmos:

Nubem dissipa. —¿Y qué significa esa niebla?—Todas las cosas del mundo, las cuales impiden ver la realidad de los bienes celestiales. —¿Y qué deben hacer para que desaparezca esa niebla?

—Considerar el mundo tal cual es: mundus totus in maligno positus est; y entonces salvarán el alma: que no se dejen engañar por las apariencias mundanas. Los jóvenes creen que los placeres, las alegrías, las amistades del mundo pueden hacerles felices y, por tanto, no esperan más que el momento de poder gozar de ellas; pero que recuerden que todo es vanidad y aflicción de espíritu. Que se acostumbren a ver las cosas del mundo, no según sus apariencias, sino como son en realidad.

—¿Y de dónde proviene principalmente esta niebla? —Así como la virtud que más brilla en el Paraíso es la pureza; también la oscuridad y la niebla es producida por el pecado de la inmodestia y de la impureza. Es como un negro y densísimo nubarrón que priva de la vista e impide a los jóvenes ver el precipicio que les amenaza con tragárselos. Dígales, pues, que conserven celosamente la virtud de la pureza, pues los que la poseen, florebunt sicut lilium in civitate Dei. —¿Y qué se precisa para conservar la pureza?

Dígamelo, que yo se lo comunicaré a mis jóvenes de su parte. —Es necesario: el retiro, la obediencia, la huida del ocio y la oración. —¿Y después? —Oración, huida del ocio, obediencia, retiro. —¿Y qué más? —Obediencia, retiro, oración y huida del ocio.

Recomiéndeles estas cosas que son suficientes. Yo deseaba preguntarle algunas cosas más, pero no me acordaba de nada. De forma que, apenas el prelado hubo terminado de hablar, en mi deseo de repetirles aquellos mismos consejos, abandoné precipitadamente la sala y corrí al Oratorio. Volaba con la rapidez del viento y, en un instante me encontré a las puertas de nuestra casa. Seguidamente me detuve y comencé a pensar:

—¿Por qué no estuve más tiempo con el Obispo de...? ¡Me habría proporcionado nuevas aclaraciones! He hecho mal en dejar perder tan buena ocasión. ¡Podría haber aprendido tantas cosas hermosas!