Del Diario de sta Faustina

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Al comienzo de los ejercicios espirituales vi. al Señor Jesús clavado en la cruz en el techo de la capilla, mirando con gran amor a las hermanas, pero no a todas.  había tres hermanas a las cuales dirigió una mirada severa.  No sé, no sé por que razón, sé solamente que es una cosa terrible ver tal mirada que es una
mirada del Juez severo.  Aquella mirada no me correspondía, sin embargo me paralizo el miedo; cuando lo escribo, tiemblo toda.  No me atreví a decir a Jesús ni una sola palabra, las fuerzas físicas me abandonaron y pensé que no resistiría hasta el fin de la predica.  Al día siguiente volví a ver lo mismo que la primera
vez y me atreví a decir estas palabras:  Oh Jesús, que grande es Tu misericordia.  Al tercer día se repitió otra vez la misma mirada sobre todas las hermanas con gran benevolencia, excepto esas tres hermanas.

Entonces, me llene de atrevimiento que venia del amor hacia el prójimo y dije al Señor: Tu eres la Misericordia misma, como Tu Mismo me has dicho, pues Te ruego por el poder de Tu misericordia, vuelve Tu mirada bondadosa también a esas tres hermanas y si esto no es según Tu Sabiduría, Te ruego hacer un cambio:  Que Tu mirada bondadosa hacia mi alma sea para ellas y que Tu mirada severa hacia sus almas sea para mi.  

De súbito Jesús me dijo estas palabras:  Hija Mía, por tu amor sincero y
generoso les concedo muchas gracias, aunque ellas no Me las piden, pero por la promesa que te he hecho.
  Y en aquel momento envolvió también a esas tres hermanas con una mirada misericordiosa.  De gran gozo palpitó mi corazón al ver la bondad de Dios.

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(163) Cuando me quedé en la adoración entre las 9 y las 10, se quedaron también cuatro hermanas más.

Al acercarme al altar y empezar a meditar la Pasión del Señor Jesús, un terrible dolor inundó mi alma a causa de la ingratitud de tan grande numero de almas que viven en el mundo, pero me dolía especialmente la ingratitud de las almas elegidas particularmente por Dios.  No hay modo de expresarla ni de compararla.

Al ver esta mas negra ingratitud sentí como si el corazón se me desgarrara, me abandonaron completamente las fuerzas físicas y caí con la cara al suelo sin reprimir un llanto irrefrenable.  Cada vez que recordaba la gran misericordia de Dios y la ingratitud de las almas, el dolor traspasaba mi corazón y entendí cuanto eso hería el Corazón dulcísimo de Jesús.  Con un corazón ardiente renové mi acto de ofrecimiento por los pecadores.