Reflexión sobre los extremos de la Pasión del Señor

Introducción de
s
an Aníbal María di Francia
a Las Horas de la Pasión de
Nuestro Señor Jesucristo

(...) En primer lugar: Quién es Aquel que se somete a padecer y a las humillaciones? ¡Es el Hijo eterno del Eterno Padre; Dios igual al Padre; Creador, con el Padre, del Cielo y de la Tierra, de los ángeles y de los hombres! Aquel que si mira indignado la Tierra, la Tierra tiembla y los montes eructan. Aquel bajo cuyos pies se inclinan los más sublimes coros de los ángeles. Aquel de quien nadie puede hablar dignamente, y cuyas grandezas son tan infinitas que ni siquiera María Santísima puede llegar a comprenderlas enteramente. Ese es Jesucristo, Hombre y Dios, el Santísimo, de belleza inenarrable; la dulzura, la Bondad y Caridad infinitas. Y este Hombre Dios, digno de todas las adoraciones y de los homenajes de los ángeles y de los hombres es Aquel que por nuestro amor se hizo como un leproso, escarnecido y humillado, colmado de oprobios y pisoteado como un vil gusano de la tierra...
En segundo lugar: ¿Cuáles son las penas que sufrió? Estas son de tres clases: Sufrimientos corporales, ignominias y sufrimientos interiores. Cada una de estas tres categorías es un abismo inconmensurable...
Si contemplamos los padecimientos que sufrió Jesucristo Nuestro Señor en su cuerpo adorable, nos sentimos estremecer ante el Varón de Dolores, como lo llamó Isaías, y en el Cual no había parte sana, porque se hizo una sola llaga, desde las plantas de los pies hasta el extremo de la cabeza..., hasta el punto de quedar irreconocible: "Et vidimus eum et non erat aspectus". (Y lo vimos y no era de mirarse. Is. 53, 2).
Meditando en los padecimientos de la humanidad Santísima de Jesucristo, nuestro Sumo Bien, los Santos se deshacían en lágrimas, se desvanecían de amor y no cesaban de flagelarse y mortificarse de todas maneras a sí mismos.
Otra categoría de inauditos padecimientos son las ignominias sufridas por el Verbo Divino hecho Hombre. Aquí el alma contemplativa se siente desmayar viendo la majestuosa, divina y sacrosanta Persona de Jesucristo, abandonada a la ferocidad, más diabólica que terrena, de los pérfidos y vilísimos hombres que no se saciaban de cubrir de ultrajes e ignominias al Omnipotente, al Eterno, al Infinito... Y golpearlo, arrojarlo a tierra, pisotearlo, arrastrarlo, darle puñetazos, puntapiés, escupirle en su rostro santísimo, en su boca adorable... colmarlo con toda clase de injurias. ¡Qué espectáculo inexpresable, que ha incitado a los siervos de Dios a desear, a suspirar los ultrajes, las ignominias y los desprecios como el más grande tesoro que puede haber en esta Tierra!
Una tercera serie de penas inefables del Hombre-Dios, y poco o nada comprendidas, son las que El sufrió en su alma santísima y en su amorosísimo y sensibilísimo Corazón...
¡Aquí entramos en un océano sin playas! En un grado infinito El sufrió las tristezas, las angustias, los dolores, el abandono, la infidelidad, la ingratitud, los temores, los terrores... Como cuatro inmensas cataratas se derramaban en su interior, por cuatro motivos, las aguas de todas las penas que se dicen del alma:
Primera: De la vista horrenda de todas las iniquidades humanas que El había tomado sobre Sí como si El hubiese sido el responsable y el culpable... ¡El, que era la Santidad Infinita!
Segunda: La vista continua de las cuentas que debía rendir a la Justicia inexorable de la Divinidad, y las penas con las que debía todo pagar.
Tercera: La vista amarguísima de todas las ingratitudes humanas, y el terrorífico espectáculo mismo de todas las almas que se habrían condenado, y para las cuales su Pasión no habría servido sino para hacerlas más infelices eternamente...
¡Oh, qué dolor para el Corazón Santísimo de Jesús que ama infinitamente a cada alma! Por esto, El habla con el Profeta diciendo: "Doloris inferni circumdederunt me" (Los dolores del Infierno me circundaron. Sal. 17, 6). Como si dijera: Siento en Mí los acerbísimos dolores en los que serán atormentados eternamente los pecadores que se condenarán.
Cuarta: La vista de todas las aflicciones que habría sufrido su Santa Iglesia. La vista de todas las penas corporales y espirituales a las que habrían sido sometidos inevitablemente todos los elegidos, tanto en esta vida como en el Purgatorio, y mucho más la pena del detrimento de los elegidos en las virtudes y en la adquisición de los bienes eternos, habiendo El dicho que la adquisición de todo el Universo no es de compararse a un simple detrimento del espíritu... "¿Quid enim proderit homini, si lucretur mundum totum, et detrimentum animae suae faciat? (¿De qué sirve al hombre ganar todo el mundo y perder su alma? Mc. 8,36). 

Uno de los extremos de estas interminables categorías de padecimientos del alma y del cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo que ha de considerarse también es su duración, la cual no es desde el Jueves Santo en la tarde hasta el Viernes Santo, sino desde el primer instante de su Encarnación en el Seno Purísimo de María Virgen hasta el último respiro dado en la Cruz. Son treinta y cuatro años de continua agonía y de continuo inefable sufrir del alma y del cuerpo, en lo que se realiza de un modo misterioso la palabra del Profeta: "Abyssus abyssum invocat, in voce cataractarum tuarum". (Un abismo llama a otro abismo, al fragor de tus cataratas. Salmo 41, 8).
El alma Santísima de Jesucristo bajo el ímpetu y la caída continua de las cataratas anegadoras de sus penas espirituales y de las agonías de su Corazón Divino pasaba de abismo en abismo, porque un abismo de penas llamaba a otro, y a otro... hasta lo infinito. ¡Ah, El debía pagar en Sí mismo toda la deuda de culpa y de pena eterna de sus elegidos y sentir todas sus penas temporales!
De aquí venía que Nuestro Señor amorosísimo moría a todo momento, en cuanto que el colmo de sus penas era tal que como puro Hombre El habría muerto a cada instante, pero que, como Dios, sostenía con un milagro continuo su vida mortal para prolongar hasta el fin sus padecimientos y coronarlos con todos los dolores y los ultrajes de su Pasión y de su muerte de Cruz.
¡Cuán cierto es entonces que estamos obligados ante Nuestro Sumo Bien Jesús no por una muerte sola, sino por miles y cientos de miles de muertes por amor nuestro!
Y sin embargo, Jesucristo Nuestro Señor, tratando con sus criaturas durante los treinta y tres años y tres meses de su vida terrena, aparecía calmado, dulce, sereno, tranquilo, manso, conversador... y hasta sonriente. El mantuvo perfectísimamente y comunicó este estado de paz y serena quietud en medio de abismos absolutamente inescrutables de penas interiores, diciendo por boca del Profeta, con una expresión que solo el Espíritu Santo podía dictar: "Ecce in pace amaritudo mea amarissima." (He aquí en la paz mi amargura amarguísima. Is. 38, 17.)