André Frossard, el hombre que se encontró a Dios


Fernando Paz La Gaceta.es
Al subir unos viejos tramos de escaleras encontró una capilla, en la que vio a unas monjas rezando; por alguna razón inexplicable, se detuvo en ella. 

En este mes de julio se cumplen ochenta años de uno de los más extraordinarios hechos de índole mística que un ser humano haya relatado nunca. Corría el verano del año 1935 y, en una pequeña capilla del centro de París, Dios tomó de la mano a un ateo radical para mostrarle una pequeña porción de esa realidad última que es Él mismo. El joven, entonces de veinte años, quedó tan estupefacto que jamás se recuperó del susto.
Ateo perfecto
Para André Frossard, Dios no era más que un producto a medio camino entre la estupidez y la superstición. La ciencia, en su avance imparable, había desnudado las absurdas pretensiones religiosas sobre la Creación, así que André no consideró siquiera la posibilidad de que sus padres errasen al educarle en un ambiente militantemente adverso a toda inquietud espiritual.
El pequeño André creció huérfano de navidades, de relatos piadosos y de oraciones al acostarse. Su madre era una atea de origen protestante y su padre, Oscar Frossard –judío-, un destacadísimo socialista que encabezó la adhesión a Moscú de una parte importante del Partido Socialista, convirtiéndose nada menos que en el primer secretario general del Partido Comunista francés.
El joven negaba, por principio y a modo de tradición familiar, la existencia de verdad alguna. Pero si, en un rapto de locura, hubiera tenido que admitir la posibilidad de que aquella existiera, la Iglesia habría sido el último lugar al que habría ido a buscarla, pues “a la Iglesia sólo la conocía a través de alguna de sus chapuzas temporales”. El ateísmo de Frossard no consideraba a Dios sino como el espejismo de un mundo oscuro; en pleno siglo XX, la luz de la ciencia deshacía el hechizo de milenios de infancia intelectual.

La Luz

Con esos veinte años, el joven Frossard marchó a París a probar suerte en el periodismo. Entró en nómina de un diario socialista, en el que hizo un amigo que resultó ser católico y con el que mantuvo encendidas discusiones. Al calor de aquellas disputas, Frossard fortalecía su convencimiento contrario a toda religión. Sin embargo, y contra toda probabilidad, la amistad entre ellos se consolidó con rapidez.
Vagaban juntos por la ciudad, visitando los rincones del cosmopolita París de los años treinta. Como tantas otras veces, una tarde del mes de julio de 1935, en el centro mismo de París, André aguardaba a su amigo en un coche. Este había entrado en un portal, y se dirigió a uno de los pisos para hacer un recado. Durante unos minutos, André aguardó, paciente.
Pero, de pronto, sintió la necesidad de ir a buscarle. Abandonando el coche, se dirigió al portal. Al subir unos viejos tramos de escaleras encontró una capilla, en la que vio a unas monjas rezando; por alguna razón inexplicable, se detuvo en ella. Su mirada se trasladaba de una parte a otra del recinto, sin reparar en nada en particular cuando, ignorante de su significado, André fijó su atención en los cirios que escoltaban lo que tampoco sabía era el Santísimo. En ellos quedó fijo.
Fue entonces cuando se abrió “un mundo distinto, de un resplandor y una densidad que arrinconan al nuestro a las sombras frágiles de los sueños incompletos”. Fue como el desgarrón en un toldo que ocultaba el cielo; Dios le había conducido a latitudes ignotas. “Él es la realidad (…) hay un orden en el universo, y en su vértice, la evidencia de Dios, la evidencia hecha presencia de Aquél a quien yo habría negado un momento antes y a quien los cristianos llaman Padre nuestro…”.
Lo que contempló Frossard resulta tan difícil de explicar que ni él mismo pudo hacerlo adecuadamente (“el pintor al que le fuera dado entrever colores desconocidos ¿cómo los describiría?”), aunque sí supiera trasladarnos maravillosamente sus consecuencias. El ateo sin fisuras se transformó en un católico de pies a cabeza. A través de su experiencia mística, Dios había sembrado en su alma los principios del catolicismo hasta el punto de que todo lo que le fue enseñado por los sacerdotes en adelante le resultó sabido (pese a no haber oído nunca antes hablar de ello).
Su excursión le dejó estupefacto: le había sido concedida la contemplación de la realidad última, un mundo distinto a todo lo conocido: “…yo lo he visto alzarse más bello que la belleza, más luminoso que la luz (…) es un mundo de una plenitud y de una densidad prodigiosas (…) hacia ese mundo, donde tiene lugar la resurrección de los cuerpos, todos nos dirigimos.” Y no se trata de una realidad espectral, sino todo lo contrario: “No entraremos en una forma etérea, sino en el corazón de la vida misma, y allí experimentaremos esa inaudita alegría multiplicada por el misterio central de la efusión divina…”

El valor de un testimonio

No podrán esta vez los descreídos justificar en la ignorancia de una adolescente y analfabeta pastorcilla la razón de tan sobrenatural avistamiento. Y no podrán porque, para los más escépticos, habrá que recordar que nuestro buen Frossard resultó ser un intelectual muy familiar en la Francia de la segunda mitad del siglo XX, durante tres largas décadas a cargo de una de las páginas más afamadas de Le Figaro. Miembro de la Academia Francesa, no se decidió a publicar hasta 1969 su rapto místico, casi treinta y cinco años después de ocurrido y cuando arreciaba en Occidente el desesperanzado huracán existencialista.
La sobrecogedora experiencia de Frossard no tuvo nada de alucinógena, ni pudo deberse a una conjunción ocasional de factores; de hecho persistió, si bien con decreciente intensidad, durante un mes. André jamás se recuperó de su sorpresa, hasta el punto de escribir, un poco juguetonamente; “Sé la verdad sobre la más disputada de la cuestiones: Dios existe. Yo me lo encontré…”
Sí, se lo encontró justamente cuando no iba en Su búsqueda. Y quedó prendado de aquella “dulzura no semejante a ninguna otra”, como ningún amor humano lo puede: “Amor, para llamarte así, la eternidad será corta”.