S Magister, contundente contra Bergoglio

Francesco

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Misión cumplida. Tras cuatro años de pontificado, éste es el balance que sacan los cardenales que han llevado a la elección de Jorge Mario Bergoglio como Papa.
La operación que ha producido el fenómeno Francisco viene de muy lejos, tan lejos como el año 2002, cuando "L'Espresso" fue el primero en descubrir y escribir que el entonces semi-desconocido arzobispo de Buenos Aires se había posicionado en cabeza entre los candidatos al papado, los verdaderos, no los de fachada.
Se examinó el terreno en el cónclave de 2005, cuando se hicieron confluir precisamente sobre Bergoglio los votos de todos los que no querían a Joseph Ratzinger como Papa.
Y la operación llegó a puerto en el cónclave de 2013, en buena medida porque muchos de los electores del cardenal argentino aún no sabía demasiado sobre éste  y, desde luego, no sabían que habría asestado a la Iglesia ese "golpe en el estómago" del que hablaba hace pocos días su antagonista, derrotado en la Capilla Sixtina, el arzobispo de Milán Angelo Scola.
Entre Bergoglio y sus grandes electores no había, y no hay, consonancia plena. Es el Papa de los anuncios más que de las realizaciones, de alusiones más que de definiciones.
Hay, sin embargo, un factor clave que cumple las expectativas de un giro histórico de la Iglesia capaz de colmar su emblemático retraso de "doscientos años" respecto al mundo moderno denunciado por Carlo Maria Martini, el cardenal al que le gustaba definirse el "ante-papa", es decir, el anticipador de aquel que tenía que venir. Y es el factor "tiempo", que para Bergoglio es sinónimo de "iniciar procesos". A él poco le importa la meta, porque lo que cuenta es el camino.
Y, efectivamente, así es. Con Francisco la Iglesia se ha convertido en una obra en marcha. Todo es movimiento. Todo es líquido. Ya no hay dogma que aguante. Todo es discutible y se actúa en consecuencia.
Martini era la mente más aguda de ese club de San Galo que ideó el ascenso de Bergoglio al papado. Tomaba el nombre de la ciudad suiza en la que el club se reunía y en el que figuraban los cardenales Walter Kasper, Karl Lehmann, Achille Silvestrini, Basil Hume, Cormac Murphy-O'Connor, Godfried Danneels. De estos, sólo dos, Kasper y Danneels, siguen en la brecha, premiados y tratados con la máxima consideración por el Papa Francisco, a pesar de que representan a dos Iglesias nacionales que se desmoronan, la alemana y la belga; y a pesar de que el segundo haya caído en desgracia por su intento de cubrir, en 2010, los abusos sexuales de un obispo pupilo suyo, y del que la víctima era su joven sobrino.
Bergoglio nunca ha pisado San Galo. Pero los candidatos del club le adoptaron como su candidato ideal y él se adaptó perfectamente a este plan.
En Argentina todos lo recuerdan muy distinto a cómo se ha revelado después como Papa. Taciturno, esquivo, serio, reservado también con las masas. Nunca se le oyó una palabra o un gesto de desacuerdo con los pontífices reinantes, Juan Pablo II o Benedicto XVI. Más bien al contrario, elogió por escrito la encíclica "Veritatis splendor", severísima contra la moral laxa "de la situación", históricamente imputada a los jesuitas. No escondió su condena de Lutero y Calvino como los peores enemigos de la Iglesia y del hombre. Atribuyó al diablo el engaño de una ley en favor de los matrimonios homosexuales.
Pero después hizo que los católicos, que se habían agrupado delante del parlamento para una vigilia de oración contra la inminente aprobación de esa ley, volvieran a sus casas "para evitar controversias". Se arrodilló e hizo que un pastor protestante le bendijera en público. Estrechó lazos de amistad con algunos de ellos y también con un rabino judío.
Sobre todo animó a sus párrocos a no negar la comunión a nadie, ya fueran casados, convivente o divorciados y vueltos a casar. Sin ruido y sin hacer pública su decisión, el entonces arzobispo de Buenos Aires ya hacía lo que los Papas de la época prohibían, y que luego él, ya Papa, habría permitido.
En San Galo lo sabían y tomaban nota. Y cuando Bergoglio fue elegido, el mundo aprendió a conocerle desde el primer instante por lo que era verdaderamente. Sin velos.
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Esta nota ha sido publicada en "L'Espresso" n. 13 del 2017, en los kioscos el 2 de abril, en la página de opinión titulada "Settimo cielo" confiada a Sandro Magister.
He aquí el índice de todas las notas precedentes:

> "L'Espresso" al séptimo cielo
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Un momento capital de la calculada marcha de acercamiento de Jorge Mario Bergoglio al papado fue el documento final de la conferencia general de los obispos latinoamericanos en Aparecida, en 2007.
El documento tuvo como autor principal al entonces arzobispo de Buenos Aires, que aún hoy, como Papa, sigue recomendándolo como un programa válido para la Iglesia, no sólo de América Latina, sino de todo el mundo.
Sin embargo, curiosamente, en los párrafos dedicados al matrimonio y la familia del documento de Aparecida falta cualquier alusión a las "aperturas" que Bergoglio habría puesto en marcha como Papa, y que ya se llevaban a cabo, de hecho, en su diócesis de Buenos Aires.
En las casi 300 páginas del documento, sólo unas pocas líneas atañen a los divorciados que se han vuelto a casar, a los que se les da esta indicación en el párrafo 437:
"Acompañar con cuidado, prudencia y amor compasivo, siguiendo las orientaciones del Magisterio  ('Familiaris consortio' 84; 'Sacramentum caritatis' 29), a las parejas que viven en situación irregular, teniendo presente que a los divorciados y vueltos a casar no les es permitido comulgar".
Y en el párrafo precedente se lee, a propósito del apoyo dado a políticas contra la vida y la familia:
"Debemos atenernos a la 'coherencia eucarística', es decir, ser conscientes de que no pueden recibir la sagrada comunión y al mismo tiempo actuar con hechos o palabras contra los mandamientos, en particular cuando se propician el aborto, la eutanasia y otros delitos graves contra la vida y la familia. Esta responsabilidad pesa de manera particular sobre los legisladores, gobernantes, y los profesionales de la salud ('Sacramentum caritatis' 83; 'Evangelium vitae' 74, 74, 89)".
Esto escribía Bergoglio en 2007. Pero su mente ya estaba en otra parte: en el convencimiento -criticado por Benedicto XVI- de que la "eucaristía no es un premio para los perfectos, sino un remedio y un alimento para los débiles", asimilable a las comidas de Jesús con los pecadores.
Con las consecuencias prácticas que ya tuvo como obispo y que luego tendría como Papa.