Nuestros hijos: ¿futuros "minions"?



Durante décadas, los movimientos progresistas femeninos, han llevado a la mujer a creer, equivocadamente, que su liberación consistía en liberarse de su familia, es decir, en renunciar o aplastar su instinto maternal, o en descuidar la unidad familiar para dedicarse en cuerpo y alma a una tarea remunerada, abriéndose así a una supuesta emancipación, pero que ha concluido con toda una generación de hijos-huérfanos y maridos abandonados en lo afectivo, a pesar de las apariencias. 

Las trabajadoras, demasiado ocupadas y agotadas, han dejado entonces la educación de sus hijos en manos del Estado, fábrica de mutantes del pensamiento único que se ha puesto manos a la obra en crear el nuevo individuo -desligado de toda paternidad, moral y principios que no sean los que él impone-, inmerso en una masa apática y viciosa. 

Pero pocos ven el panorama que se abre ante nuestros ojos: hijos mayoritariamente únicos, tolerantes sólo con la perspectiva del cambio que viene de arriba y que quiere someterlos a las ideologías cambiantes, llámense espiritualidad sin religión, la divinización de la tecnología, o la nueva mujer y el nuevo hombre sin sexo biológico pero con “género” que se escoge según los gustos personales. 

Y esta generación concluirá con un estrepitoso fracaso salvo en los verdaderamente libres, ahogada en su propio error de cálculo. 

Los grupos elitistas que gobiernan en las sombras admiten ya que un Nuevo Orden Mundial se prepara, en una amalgama unificadora de razas, religiones y opciones varias, en la que ya no exista el hombre y la mujer como los entendemos ahora, sino unos obreros esclavizados que han renunciado a todo con tal de salvar el pellejo y poder llenar el estómago. Es decir, un anti-hombre que ha perdido su libre albedrío en favor de poder saciar sus instintos más básicos. 

Y entonces es, bajo el poder de una religión con perspectivas más altas, eternas, que la humanidad puede ser desvinculada de los que manejan los hilos y ascender así a su nueva realidad, la de pertenecer a la dinastía de lo divino: Dios como Padre y Hermano que puede llegar a satisfacer sus deseos más íntimos, trascendida la materia y elevada hasta lo total, sacándola del pozo de sus frustraciones en pro de un Dios que se hizo Hombre para que el hombre se aproximara tanto a Dios que mereciera compartir con Él su hogar: su cielo eterno.





María Ferraz