Milagro de Jesús en el castillo de Cesárea Paneas (M Valtorta)

345- Milagro en el castillo de Cesárea Paneas


Terminada la comida en la casa hospitalaria, Jesús sale con los doce, los discípulos y el anciano dueño de la casa. Vuelven al "manantial grande". Pero no se detienen allí. Siguen el camino siempre subiendo en dirección norte.

El camino que han tomado, aunque vaya muy cuesta arriba, es cómodo, porque es un verdadero camino, por el que pueden transitar incluso carros y cabalgaduras. En su parte más alta, en la cima del monte, hay un macizo castillo, o fortaleza si se prefiere, que causa estupor por su forma singular. Parece formado por dos construcciones colocadas a algunos metros de desnivel una de la otra, de manera que la más retrasada, y al mismo tiempo la más belicosa, está más alta que la otra, a la que domina y defiende. Hay un alto y ancho muro -sobre el cual se alzan torres cuadradas, bajas pero sólidas -entre las dos construcciones, que, aun siendo así, son una única construcción, porque está rodeada por un único cerco de murallas de bloques de piedra almohadillados, murallas derechas, o un poco oblicuas en la base para sostener mejor el peso del bastión.

No veo el lado oeste. Pero los dos lados norte y sur caen a pico, formando una unidad con el monte, que está aislado y desciende también a pico por esos dos lados. Y creo que el lado oeste presentará las mismas características.

El anciano Benjamín, por ese sutil orgullo propio de todo ciudadano respecto a su ciudad, ilustra el castillo del Tetrarca, que es, además de castillo, lugar de defensa de la ciudad, y enumera su belleza y fortaleza, su solidez, las comodidades de las cisternas y pilones para e1 agua, y del amplio espacio, las facilidades de su vasto radio de visión, de su posición, etc. etc.

-Los romanos también dicen que es bonito. ¡Y ellos entienden de castillos!... -termina el anciano. Y añade: «Conozco al administrador. Por eso puedo entrar. Os voy a enseñar el más amplio y bonito panorama de Palestina».
Jesús escucha benigno. Los otros sonríen un poco: ¡ellos que han visto tantos panoramas!... pero el anciano es tan bueno que no tienen corazón para contrariarlo y secundan su deseo de mostrar cosas bonitas a Jesús.  Llegan a la cima. La vista es verdaderamente bonita ya incluso desde la plazoleta que hay delante del portón de entrada guarnecido de hierro. Pero el anciano dice:

-¡Venid, venid!... Dentro es más bonito. Vamos a subir a la torre más alta de la ciudadela. Veréis...
Y penetran en el oscuro pasaje abierto en la muralla de bastantes metros de anchura. Van hasta un patio. Allí están esperándolos el administrador y su familia. Los dos amigos se saludan y el anciano explica el objeto de la visita.

-¡El Rabí de Israel! ¡Qué pena que no esté Filipo! Deseaba verlo, porque su fama ha llegado hasta aquí. Filipo estima a los rabíes verdaderos, porque son los únicos que han defendido sus derechos, y también por desdén hacia Antipa, que no los estima. ¡Venid, venid!... -El hombre, al principio, ha mirado un momento a Jesús; luego ha decidido honrarlo con una reverencia digna de un rey.

Cruzan otro pasaje. Aparece un segundo patio y una nueva poterna que da acceso a un tercer patio. Pasado éste, hay una profunda cárcava y el murallón torreado de la ciudadela. Caras curiosas de armígeros o domésticos se asoman por todas partes. Entran en la ciudadela, y luego, por una estrecha escalera, suben al bastión, y de éste a una torre. En la torre entran sólo Jesús y el administrador, Benjamín y los doce. Más no podrían, porque ya están apretados como sardinas. Los otros se quedan en el bastión.

¡Qué vista, cuando desde la torre Jesús y los que están con él salen a la terracita que corona la torre y asoman todos la cabeza por el alto parapeto de bloques de piedra! Asomándose hacia el precipicio que hay en este lado oeste, el más alto del castillo, se ve toda Cesárea, extendida a los pies de este monte, y se ve bien, porque ella tampoco es llana, sino que está construida sobre suaves ondulaciones. Más allá de Cesárea, se extiende toda la fértil llanura que precede al lago Merón.

Y parece un pequeño mar de un verde tierno, con tornasoles de aguas de turquesas claras, resplendentes en la vasta llanura glauca cual jirones de cielo sereno. 

Y luego graciosas colinas dispuestas como collares de un esmeralda oscuro irisado con la plata de los olivos, esparcidos acá o allá en los confines de la llanura. Y penachos esponjosos de árboles que florecen, o bolas compactas de árboles ya florecidos... Y, mirando hacia el norte y hacia oriente se ve el Líbano potente, el Hermón que brilla bajo el sol con sus nieves perladas y los montes de Iturea; y el valle del Jordán, por la cavidad comprendida entre los collados del mar de Tiberíades y los montes de la Galaunítida, aparece en un atrevido recorte, para perderse luego en lejanías de ensueño.

-¡Bonito! ¡Bonito! ¡Muy bonito -exclama Jesús mientras mira con admiración, y parece bendecir y querer abrazar estos lugares tan hermosos con su rostro sonriente y sus brazos abiertos. Y responde a los apóstoles, que piden una u otra explicación, señalando los lugares donde han estado, o sea las comarcas y las direcciones en que éstas se encuentran.

-Pero no veo el Jordán -dice Bartolomé.

-No lo ves, pero está allá, en aquella extensión entre dos cadenas montañosas; al pie de esa de poniente está el río. Bajaremos por allí, porque la Perea y la Decápolis todavía esperan al Evangelizador.

Pero, entretanto, se vuelve, preguntando casi al aire, por un quejido largo, ahogado, que no es la primera vez que hiere su oído. Y mira al administrador como para preguntarle qué sucede.

-Es una de las mujeres del castillo. Una mujer casada. Va a tener un niño. El primero y el último, porque su marido murió en las calendas de Kisléu. No sé si vivirá siquiera, porque la mujer, desde que se ha quedado viuda, no hace sino consumirse en llanto. Es un espectro. ¿Oyes? Ni siquiera tiene fuerza para gritar... Claro que... viuda a los diecisiete años... Y se querían mucho. Mi mujer y su suegra le dicen: "En tu hijo tendrás de nuevo a Tobit". Pero son palabras...

Bajan de la torre y pasan por los bastiones, admirando el lugar y el panorama. Luego el administrador quiere ofrecer a la fuerza unas bebidas y fruta a los visitantes; entran, pues, en una vasta habitación de la parte anterior del castillo, a donde los siervos traen las cosas requeridas.

El quejido es más desgarrador y más cercano. El administrador presenta disculpas por ello, incluso porque el hecho tiene ocupada a su mujer y no puede venir con el Maestro. Pero al lamento de antes sigue un griterío aún más doloroso, y hace suspender en el aire las manos que traen la fruta, o las copas en las bocas.

-Voy a ver qué ha sucedido -dice el administrador. Y sale, mientras la cacofonía de gritos y llantos penetra aún más intensamente por la puerta entreabierta.
Vuelve el administrador:

-Se le ha muerto el niño nada más nacer... ¡Qué congoja! Está tratando de reanimarlo con sus fuerzas huidizas... Pero ya no respira. ¡Está negro!... -y menea la cabeza, para concluir: «¡Pobre Dorca!».

-Tráeme al niño

-¡Pero si está muerto, Señor!
-Tráeme al niño, te digo. Como está. Y di a la madre que tenga fe.

El administrador se marcha corriendo. Vuelve:
-No quiere. Dice que no se lo deja a nadie. Parece loca. Dice que lo que queremos es quitárselo.

-Llévame a la puerta de su habitación. Que me vea.
-Pero...
-¡No te preocupes! Ya me purificaré después, si acaso...
Van raudos por un corredor oscuro hasta una puerta cerrada. Jesús mismo la abre y se queda en el umbral, frente a la cama, donde una liviana criatura alabastrina aprieta contra su corazón a una criaturita que no da señales de vida.

-La paz a ti, Dorca. Mírame. No llores. Soy el Salvador. Dame a tu pequeñuelo...

No sé lo que hay en la voz de Jesús. Sé que la desesperada, que en el primer momento, al verlo, había apretado ferozmente al recién nacido contra su corazón, lo mira y sus ojos acongojados y dementes se abren a una luz dolorosa pero llena de esperanza. Cede a la criaturita envuelta en paños delicados a la mujer del administrador... y se queda allí, con las manos extendidas hacia delante, con la vida, con la fe en sus ojos dilatados, sorda a las súplicas de la suegra que querría ponerla cómoda sobre las almohadones, 
Jesús toma el fardito de carnes semifrías y de paños. Mantiene al pequeñuelo derecho por las axilas. Apoya su boca en los labiecitos entreabiertos, curvado hacia adelante porque la cabecita pende hacia atrás. Sopla fuerte en la inerte garganta... Está un instante con los labios apoyados en la boquita, luego se separa... Y un piar de pajarillo tiembla en el aire inmóvil... un segundo, más fuerte... un tercero... y, en fin, un verdadero vagido mientras oscila la cabecita, se agitan las manitas y los piececitos, y, contemporáneamente, durante el largo, triunfal llanto del recién nacido, toma color la cabecita pelada, la carita minúscula... Le responde el grito de la madre:

-¡Hijo mío! ¡Mi amor! ¡En el corazón! ¡En el corazón de tu mamá... para que muera feliz!... -dice con un susurro que se apaga en un beso y en una reacción comprensible de abandono.

-¡Se muere! -gritan las mujeres.

-No. Entra en un merecido descanso. Cuando se despierte, decidle que al niño le ponga por nombre Iesaí Tobit. La paz sea con vosotras.

Cierra de nuevo, lentamente, la puerta, y se vuelve para regresar adonde estaba antes, adonde sus discípulos. Pero están todos allí, montón conmovido que ha presenciado y que ahora lo mira con maravilla.

Vuelven juntos al patio. Saludan al estupefacto administrador, que no hace sino repetir:

-¡Cuánto va a sentir el Tetrarca no haber estado! -y emprenden de nuevo la bajada para volver a la ciudad.
Jesús pone la mano en el hombro del anciano Benjamín diciendo:

-Te agradezco lo que nos has mostrado y el haber sido la razón de un milagro...