La revolución irreversible de Bergoglio

Papa
En el teatro del mundo la estrella del papa Francisco brilla más que nunca, ahora incluso como pacificador atómico entre Estados Unidos y Corea del Norte. Pero también dentro de la Iglesia él se encuentra frente a una guerra mundial por partes, una extraña guerra que él mismo contribuyó a desencadenar, archiconvencido de que tendrá éxito.
Jorge Mario Bergoglio es indiscutiblemente un innovador. Pero lo es en el método antes que en los resultados.
Las novedades las introduce siempre en pequeñas dosis, semi-escondidas, a veces en una nota alusiva a pie de página, como hizo con la ahora famosa nota 351 de la exhortación post-sinodal "Amoris laetitia", para decir después abiertamente, al ser interpelado en una de sus tantas famosas conferencias de prensa en el avión, que ni siquiera se acuerda de esa nota.
Y sin embargo han sido suficientes esas pocas líneas sibilinas para suscitar en la Iglesia un conflicto sin precedentes, con episcopados enteros que se enfrentan – en Alemania a favor de la novedad, en Polonia en contra –, y así en todo el mundo entre diócesis y diócesis, entre parroquia y parroquia, donde no están en juego solamente los “sí” o los “no” a la comunión a los divorciados que se han vuelto a casar, sino el fin de la indisolubilidad del matrimonio y la admisión del divorcio también en la Iglesia Católica, como ya sucede entre los protestantes y los ortodoxos.
Hay quien se alarma por esta confusión que invade a la Iglesia. Pero Francisco no hace nada para volver a poner orden en la casa. Avanza seguro. Ni siquiera presta atención a los cardenales que le presentan sus “dubia” y las de muchos, sobre cuestiones capitales de la doctrina que ven en peligro, y le piden que clarifique. Él deja que corran las interpretaciones más disparatadas, tanto las conservadores como las del progresismo extremo, sin condenar jamás explícitamente a ninguna.
Lo importante para él es “arrojar la semilla para que se desencadene la fuerza”, es “mezclar la levadura para que la fuerza crezca”, son palabras de una de sus homilías de hace pocos días en Santa Marta. Y “si me ensucio las manos, ¡gracias a Dios!, porque ay de los que predican con la ilusión de no ensuciarse las manos. Éstos son cuidadores de museos”.
Pascal, el filósofo y hombre de fe que Francisco dice que quiere beatificar, escribió palabras incendiarias contra los jesuitas de su tiempo, palabras que arrojaron sus tesis más valientes en la disputa para hacer que en el futuro cercano maduraran y se convirtieran en pensamientos comunes.
Pero esto es precisamente lo que hace hoy el primer Papa jesuita de la historia: pone en movimiento “procesos” dentro de los cuales siembra las novedades que quiere que antes o después triunfen, en los campos más diferentes, como por ejemplo, en el jucio sobre el protestantismo.
En Argentina, Bergoglio arrojó invectivas terribles contra Lutero y Calvino. Pero como Papa hace todo lo contrario, de Lutero tejió solamente elogios. En visita a la iglesia luterana de Roma, al pedirle que dijera si católicos y protestantes pueden recibir juntos la comunión, a pesar que los primeros creen que el pan y el vino se convierten “realmente” en cuerpo y sangre de Cristo mientras que los segundos no lo creen, respondió sí y después no, y luego dijo no sé, y a posteriori dijo hagan como les parezca, en un derroche de contradicciones, pero en la práctica dando vía libre al pedido.
La verdadera novedad del pontificado de Francisco es la liquidez de su magisterio. Lo que no tolera es que alguno se atreva a fijarlo en ideas claras y distintas, purgándolo de lo que contiene de innovador.
Al cardenal Gerhard L. Müller, que como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe se empeñaba en decir que en "Amoris laetitia" no había nada de nuevo respecto a la tradición, lo ha removido bruscamente del cargo.
Y al cardenal Robert Sarah, que como prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos quería reservar para sí el control pleno de las traducciones del Misal latino en los diferentes idiomas, lo ha humillado públicamente, obligándolo a decirle a todos los obispos que, por el contrario, el Papa otorga a cada Iglesia nacional la libertad de traducir a su gusto, lo cual constituye el embrión de una futura Iglesia Católica no más monolítica sino federada, otro de los objetivos de Bergoglio, quien es un calculador implacable.
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