Fuertes motivos para esperar la vida eterna




Si tenemos sobrados motivos de temer la muerte eterna, merecida por nuestros pecados, mayores y más fuertes motivos tenemos para esperar la vida eterna, apoyados en los méritos de Jesucristo, que son de infinito valor y más poderosos para salvarnos que lo fueron nuestros pecados para perdernos. Habíamos pecado y merecido el infierno, pero el Redentor vino a cargar con todas nuestras culpas y las expió con sus padecimientos: “Mas nuestros sufrimientos Él los ha llevado, nuestros dolores Él los cargó sobre sí” (Is. 53, 4).


En el punto mismo en que caímos en pecado, lanzó Dios contra nosotros sentencia de condenación eterna, y ¿qué hizo el compasivo Redentor?: Cancelando el acta escrita contra nosotros con sus prescripciones, que nos era contraria, la quitó de en medio, clavándola en la cruz (Col. 2, 14). Con su sangre canceló el decreto de nuestra condenación y lo fijó en la cruz, para que, al levantar la vista para mirar la sentencia condenatoria, viésemos a la par la cruz donde Jesús moribundo lo enclavó y borró con su sangre, y así renaciera la esperanza de perdón y de salvación eterna.


¡Y cuánto mejor habla a favor nuestro y nos alcanza divina misericordia la sangre de Jesucristo que hablaba contra Caín la sangre de Abel! Pecadores, dice el Apóstol, ¡felices de vosotros, que después de pecar acudís a Jesús crucificado, que derramó toda su sangre para ponerse como mediador de paz entre Dios y los pecadores y recabar de Él vuestro perdón! Si contra vosotros claman vuestras iniquidades, a favor vuestro clama la sangre del Redentor, y la divina justicia no puede menos de aplacarse a la voz de esta sangre.


Cierto que de todas nuestras culpas habemos de rendir estrecha cuenta al eterno Juez; pero y ¿quién será este nuestro juez? “El Padre... todo el juicio lo ha entregado al Hijo” (Io. 5, 22). Consolémonos, pues, que el Eterno Padre puso nuestra causa en manos de nuestro mismo Redentor. San Pablo nos anima con estas palabras: ¿Quién será el que condene? Cristo Jesús, el que murió... es quien... intercede por nosotros” (Rom. 8, 34). ¿Quién es el juez que nos ha de condenar? El mismo Salvador, que, para no condenarnos a muerte eterna, quiso condenarse a sí mismo, y, en consecuencia, murió, y, no contento con ello, ahora en el cielo prosigue cerca del Padre siendo mediador de nuestra salvación. Santo Tomás de Villanueva dice al pecador: «¿Qué temes, pecador? ¿Por qué desconfías? ¿Cómo te condenará, si te arrepientes, quien murió para que no te condenaras? ¿Cómo rechazará a quien a Él vuelve el que bajó del cielo para buscarte?».

Y si por razón de nuestra flaqueza tememos sucumbir a los asaltos de nuestros enemigos, contra los cuales es menester combatir, he aquí, según dice el Apóstol, lo que tenemos que hacer: “Corramos, por medio de la paciencia, la carrera que tenemos delante, fijos los ojos en el jefe iniciador y consumador de la fe, Jesús, el cual, en vez del gozo que se le ponía delante, sobrellevó la cruz, sin tener cuenta de la confusión” (Hebr. 12, 1-2). Corramos, pues, con ánimo esforzado a la pelea, mirando a Jesús crucificado, que desde la cruz nos brinda con su auxilio y nos promete la victoria y la corona. Si en lo pasado caímos, fue por no haber mirado las llagas y las ignominias que nuestro Redentor padeció y por no haberle pedido su ayuda. 


En cuanto a lo porvenir, no dejemos de tener ante la vista cuanto por nosotros padeció y cuán presto se halla a socorrernos desde el punto que acudamos a Él, y así a buen seguro que saldremos triunfantes de nuestros enemigos. 

¡Qué grandes misterios de confianza y amor son para nosotros la pasión de Jesucristo y el Santísimo Sacramento del Altar!, misterios que fueran increíbles si la fe no nos certificara de ellos. ¡Un Dios omnipotente querer hacerse hombre, derramar toda su sangre y morir de dolor sobre un patíbulo!, y ¿para qué? ¡Para pagar por nuestros pecados y salvar así a los rebeldes gusanillos! Y ¡querer dar después a tales gusanillos su mismo cuerpo, sacrificado en la cruz, y dárselo en alimento para unirse estrechamente a ellos! ¡Oh Dios, tales misterios debieran inflamar en amor todos los corazones de los hombres! ¿Qué pecador, por perdido que se crea, podrá desesperar del perdón si se arrepiente del mal hecho, viendo a un Dios tan enamorado de los hombres e inclinado a dispensarles toda suerte de bienes? Esto inspiraba tanta confianza a San Buenaventura, que prorrumpía en estas palabras: «¿Cómo podrá negarme las gracias necesarias a la salvación aquel que tanto hizo y sufrió por salvarme?... Iré a Él fundado en toda esperanza, pues no me negará nada quien por mí quiso morir».


Lleguémonos, pues –nos dice el Apóstol–, con segura confianza al trono de la gracia, para que alcancemos misericordia y hallemos gracia en orden a ser socorridos en el tiempo oportuno” (Hebr. 4, 16). El trono de la gracia es la cruz, en que Jesucristo se sienta como sobre su trono para dispensar gracias y misericordias a quienes a Él se encomiendan. Mas es necesario que acudamos
presto ahora que nos es dado hallar la ayuda oportuna para salvarnos, no sea que venga un tiempo en que no la podamos encontrar. Apresurémonos, pues, a abrazarnos con la cruz de Jesucristo y vayamos apoyados en la mayor confianza; no nos turben nuestras miserias, que en Jesús crucificado encontraremos toda riqueza y toda gracia. Los méritos de Jesucristo nos han enriquecido con todos los tesoros divinos, y no hay gracia que podamos desear que no la alcancemos pidiéndosela.


Dice San León que Jesucristo, con su muerte, nos acarreó mayores bienes que males nos acarreara el demonio con el pecado, con lo que declaraba lo que ya había dicho San Pablo, que el don de la redención fue mayor que el pecado, y que la gracia excedió al delito. Por eso nos animó el Salvador a esperar toda suerte de favores y gracias, fiados en sus merecimientos, enseñándonos, además, Él mismo la fórmula que habíamos de emplear para alcanzar cuanto quisiéramos de su Padre: “En verdad, en verdad os digo: si alguna cosa pidiereis al Padre, os la concederá en nombre mío” (Io. 16, 23). Pedid, dice, cuanto deseéis, pero pedidlo al Padre en mi nombre, y os prometo que seréis oídos. En efecto, ¿cómo podría el Padre negarnos gracia alguna después de habernos dado a su propio Hijo, a quien ama como a sí mismo? “Quien a su propio Hijo no perdonó, antes por nosotros todos lo entregó, ¿cómo no juntamente con Él nos dará de gracia todas las cosas?” (Rom. 8, 32). 

Dice el Apóstol todas las cosas, por lo que no exceptúa ninguna gracia, ni el perdón, ni la perseverancia, ni el santo amor, ni la perfección, ni el paraíso; todo, todo nos lo ha dado. Pero es menester pedirlo, que Dios es generosísimo con quien le ruega.


Quiero terminar con la transcripción de muchos y bellísimos sentimientos, sacados de las cartas del B. P. Maestro Ávila, que hacen muy al caso de lo que venimos tratando de la confianza que debemos alimentar en los merecimientos de Jesucristo:

«No os olvidéis que entre el Padre Eterno y nosotros es medianero nuestro Señor Jesucristo, por el cuál somos amados y atados con tan fuerte lazo de amor, que ninguna cosa lo puede soltar si el mismo hombre no lo corta por culpa de pecado mortal. ¿Tan presto habéis olvidado que la Sangre de Jesucristo da voces, pidiendo para nosotros misericordia, y que su clamor es tan alto, que hace que el clamor de nuestros pecados quede muy bajo y no sea oído? ¿No sabéis que si nuestros pecados quedasen vivos, muriendo Cristo por deshacerlos, su muerte sería de poco valor, pues no los podía matar?... No por falta de paga se pierden los que se pierden, mas por no querer aprovecharse de la paga, por medio de la fe y penitencia y sacramentos de la santa Iglesia. 

San Alfonso. Práctica del amor a Jesucristo