Cómo ser luz y levadura

Nosotros, en la vida corriente de cada día, podemos ser causa de luz o de oscuridad, de alegría o de tristeza, fuente de paz o de inquietud, peso muerto que retrase el caminar de los demás o fermento que transforma la masa. Nuestro paso por la tierra no es indiferente, acercamos a los demás a Cristo, los enriquecemos o los separamos de Él.
Nos envía el Señor para proclamar su mensaje por todas partes, para llevarle, uno a uno, a quienes no le conocen, como hicieron los primeros cristianos con sus amigos, con sus familias, con los colegas y vecinos. Para esto no necesitamos hacer cosas extrañas y sorprendentes, pues «al vernos iguales a ellos en todas las cosas, se sentirán los demás invitados a preguntarnos: ¿cómo se explica vuestra alegría?, ¿de dónde sacáis las fuerzas para vencer el egoísmo y la comodidad?, ¿quién os enseña a vivir la comprensión, la limpia convivencia y la entrega, el servicio a los demás?
»Es entonces el momento de descubrirles el secreto divino de la existencia cristiana: de hablarles de Dios, de Cristo, del Espíritu Santo, de María. El momento de procurar transmitir, a través de las pobres palabras nuestras, esa locura del amor de Dios que la gracia ha derramado en nuestros corazones».
¿Somos levadura en la familia, en el ambiente de trabajo o de estudio? ¿Manifestamos con nuestra alegría que Cristo vive?
 Además, hemos de considerar que la levadura solo actúa cuando está en contacto con la masa. Y así, sin distinguirse de ella, desde dentro, la transforma: «la mujer no solo puso la levadura, sino que además la escondió entre la masa. Del mismo modo tenéis que hacer vosotros cuando estéis mezclados, identificados con la gente..., como la levadura que está escondida, pero no desaparece, sino que poco a poco va transformando toda la masa en su propia calidad». Solo estando en la entraña del mundo, en medio de toda profesión y oficio, podremos llevar de nuevo la creación a Dios. Y a esto hemos sido llamados por vocación divina.
Los primeros cristianos, que eran verdadero fermento en un mundo descompuesto, lograron que la fe penetrara en poco tiempo en las familias, en el senado, en la milicia y hasta en el palacio imperial: «somos de ayer y llenamos el mundo y todo lo vuestro, casas, ciudades, islas, municipios, asambleas y hasta los mismos campamentos, las tribus y las decurias, los palacios, el senado, el foro».
Sin excentricidades, como fieles corrientes, podemos mostrar lo que significa seguir de cerca a Cristo. Nos han de conocer como personas leales, sinceras, alegres, trabajadoras; nos hemos de comportar ejemplarmente en la vida familiar y social: cumpliendo con rectitud nuestros deberes y actuando serenamente, como hijos de Dios. Nuestra vida, con sus flaquezas, debe ser una señal que les lleve a Cristo. «Por este camino se llega a Dios», deben pensar al ver nuestra vida coherente con la fe que profesamos.
Las normas corrientes de la convivencia, por ejemplo, pueden ser, para muchos, el comienzo de un acercamiento a Dios. Con frecuencia, estas normas se quedan en algo externo y solo se practican porque hacen más fácil el trato social, por costumbre... Para los cristianos deben ser también fruto de una verdadera caridad, manifestaciones de una actitud interior de sincero interés por los demás. Han de ser el reflejo exterior de una íntima unión con Dios.
La templanza del cristiano es una de las manifestaciones más convincentes y más atractivas de la vida cristiana. Dondequiera que estemos hemos de esforzarnos en dar siempre ese ejemplo, que se desprenderá con sencillez de nuestro comportamiento; con frecuencia esa actitud ha sido para muchos el comienzo de un verdadero encuentro con Dios. Esa templanza debe notarse a la hora de la comida y de la bebida, en el modo como evitamos gastos superfluos o inútiles, a la hora del descanso y de la sana diversión... «Cristo nos ha dejado en la tierra para que seamos faros que iluminen, doctores que enseñen; para que cumplamos nuestro deber de levadura (...). Ni siquiera sería necesario exponer la doctrina si nuestra vida fuese tan radiante, ni sería necesario recurrir a las palabras si nuestras obras dieran tal testimonio. Ya no habría ningún pagano, si nos comportáramos como verdaderos cristianos».
En ese clima de ejemplaridad, de alegría serena, de ayudas quizá pequeñas pero frecuentes, de trabajo bien hecho, nos será más fácil llevar al Señor a quienes conviven o trabajan con nosotros. De modo especial en ese apostolado de la Confesión, tan urgente en este tiempo, que la Iglesia nos invita a llevar a cabo. «Toda solicitud y todo trabajo son poco en comparación con el interés de una sola alma. El que devuelve una oveja errante al redil se ha asegurado un abogado poderoso ante Dios». Muchos «abogados poderosos» debemos ganar a través de un apostolado paciente y constante.
 Para vibrar, para ser fermento, es necesaria la unión con Cristo. No podemos perder esa fuerza interior que nos impulsa al apostolado y que nace de nuestro amor al Señor. Sin esa unión, todo el trabajo y todo el esfuerzo se convertirían en agitación estéril. Siempre ha habido quienes se imaginan –no sin presunción– que van a transformar el mundo con sus fuerzas; pero pronto, en su misma vida y en la de los demás, ven la inconsistencia de sus propósitos. Se cumplen siempre aquellas palabras del Señor: sin Mí no podéis hacer nada.
Por el contrario, cumple su misión de levadura cuando procura que su fe amorosa se manifieste en obras. El amor a Cristo es el origen de todo apostolado, lo que permite al cristiano ser levadura. De aquí la necesidad urgente de alimentar ese amor continuamente mediante una oración personal, sin anonimato, y la recepción frecuente, y sin rutina, de los sacramentos. «Es preciso que seas “hombre de Dios”, hombre de vida interior, hombre de oración y de sacrificio. —Tu apostolado debe ser una superabundancia de tu vida “para adentro”».
Podemos medir nuestro amor a Dios por el empeño que ponemos en influir como cristianos en el trabajo, en la familia, en el ambiente.
Para ser audaces en nuestra vida ordinaria hemos de mirar a Nuestra Señora, porque «el modelo perfecto de esta espiritualidad apostólica es la Santísima Virgen María, Reina de los Apóstoles, la cual, mientras vivió en este mundo una vida igual a la de los demás, llena de preocupaciones familiares y de trabajos, estaba constantemente unida con su Hijo y cooperó de modo singularísimo a la obra del Salvador».