Cristo se manifiesta a un pecador empedernido


San Francisco de Borja

Pero también muestra que algunos que ven y oyen sus milagros no asienten a los esfuerzos de Cristo.

Están tan empedernidos y aturdidos por el pecado que no son capaces de aceptar la gracia de Dios.
Esta es la blasfemia imperdonable al Espíritu Santo de la que habla Jesucristo en la Biblia.
Es la impenitencia final qué endurece el corazón definitivamente y se niega aceptar la bondad de Dios. 

LA CONDUCTA DE LOS PECADORES IMPENITENTES

Cuando San Francisco de Borja andaba predicando por España, había un caballero de vida y costumbres pecadoras, cristiano en el nombre, y en los hechos infiel, y peor que muchos gentiles.

A éste le dio la enfermedad que lo conducía a la muerte y sus deudos hicieron diligencia para que se confesaste advirtiéndole su peligro.
Pero él obstinado en sus vicios estaba ciego con la pasión y el desordenado amor que se tenía.
Y como tal ni creía en su peligro, ni creía en su condenación, ni le parecía posible morir.
No daba oídos a razones o a amonestaciones para su bien, volviéndose como loco contra los que procuraban su salvación.
Viéndole pues, por una parte tan obstinado y por otra caminando directamente a la muerte, los dolientes tomaron el medio más eficaz a su parecer que pudieron hallar.
Que fue dar parte a San Francisco de Borja que predicaba en aquella ciudad con el nombre de apóstol y con una opinión generalizada sobre su santidad.
El santo sintió personalmente el mal de aquel caballero y tomó a pecho su remedio, haciendo la primera diligencia con Dios, quien tenía claro que es el origen de toda salud espiritual y corporal.
Se retiró en la oración delante de la imagen de un crucifijo y le suplico afectuosamente por el alma de aquel caballero, pidiéndole que le diese luz para conocer sus culpas, su dolor y generara verdadero arrepentimiento de ellas.
Milagrosamente el Cristo del crucifijo levantó la cabeza y habló al Santo y le dijo,

“Ve al enfermo que yo mismo en lo personal le asistiré como enfermero y médico, mientras le persuades que se confiese”.

Quedó San Francisco notablemente maravillado y confortado con el favor de esta promesa y partió luego lleno de confianza de alcanzar la victoria a la casa de aquel enfermo.
Entró donde estaba y halló en el aposento a Nuestro Señor, que le había hablado en la cruz, en traje y túnica de médico, como verdaderamente lo era, pero no sólo de cuerpo sino también de alma.
Empezó el santo a persuadir al enfermo que se volviese a Dios y que se confesase, con vivas y eficaces razones, reafirmadas con la asistencia de aquel Señor que la mandaba decir que la mente le hablara al corazón.
Pero él estaba tan empedernido en su obstinación que se resistía a las aspiraciones de Dios y a las razones de San Francisco de Borja y mostraba enfado y deseo que le dejaran tranquilo.
Viendo esto el médico celestial se despidió con palabras de agradecimiento diciéndolo a San Francisco,
Haga Padre su oficio que Yo haré el mío y siento mucho que no de oídos a cosas que tanto le importan”.
Sintió a menos San Francisco ver partir al Señor de aquel aposento, porque no hay cosa más fea que ver apartarse a Dios de un alma y dejarla consumida en sus pecados.
Procuró el santo de detenerlo pero no pudo, y sintió atravesada su alma con el cuchillo del dolor al ver la perdición de aquel caballero
La insistencia de San Francisco por la presencia de Cristo no era sólo porque el Señor dejaba al enfermo del alma sino por mantener al médico de quien pendía su salud.
Entonces volvió al oratorio postrándose a Sus pies, doloroso con su cruz, y empezó con una oración muy fervorosa a suplicar al redentor que no desampara a aquella alma.
Gemía y sollozaba regando el suelo con lágrimas, destemplando todo su cuerpo por la fuerza del sentimiento.
Tal era el sello de calidad y el fuego de amor que tenía San Francisco Borja por la salvación de su prójimo.
Como Cristo le vio tan acongojado le consoló desde la cruz hablándole una segunda vez con tiernas y dulces palabras diciendo,
 “Francisco he oído tus oraciones y recibo tus lágrimas y tus deseos que han sido preciosos en mi acatamiento.
Y para que veas cuánto deseo la salvación de ese pecador y que Yo no le dejo, sino que él me deja, llévame a allá que yo estaré contigo“.
Cuando oyó estas palabras se levantó el apóstol de Dios, tomó el crucifijo con él se fue volando a casa del enfermo.
Despejó el aposento echando fuera a los que le asistían ayudándole más a mal morir que a bien morir.
Se quedó a solas con él, y más acompañado que si le asistiera todo el mundo pues le acompañaba Cristo, le puso ante él Su imagen refrescándole la memoria de lo mucho que había padecido por él diciendo,
“Ves aquí a tu padre, tu maestro, tu redentor y tu juez.

Ahora tiene los brazos abiertos para recibir, las manos clavadas para no castigar, las palmas y el costado rotos para dar su sangre y con ella el perdón de nuestros pecados.

En ellas se han lavado las manchas de cuantos pecadores ha habido en el mundo, mucho mayores que tu.
No tardes en pedirle perdón y luego Él te lo dará.
Él sólo espera que le quieras para darte la indulgencia plenaria de todas tus culpas, no desconfíes de su misericordia, porque excede infinitamente a la multitud y grandeza de tus pecados.
Si te prometiera la salud del cuerpo se la pedirías, pero es mucho más preciosa la del alma.
No tardes en pedírsela que no tardará su bondad en concedértela”.
Pero como aún el caballero estaba obstinado con su mal propósito y las razones que supuestamente eran dulces y eficaces no hacía mella en aquel corazón de acero, se volvió el santo a Dios y le dijo,
“Señor que en tu mano están los corazones de todos los hombres y que te pusiste en esta cruz para salvarlos, mueve el corazón de este pecador, no permitas que su alma se condene.
Con estas palabras empezaron a enternecerse las llagas del santo crucifijo y a regarse la sangre.
Y a correr tan viva como cuando entonces le clavaron en la cruz, mostrando el dolor que sentía por su perdición.
Pues le hacía derramar por segunda vez la sangre de sus venas, verificándose lo que dice San Pablo, que los pecadores obstinados crucifican por segunda vez a Cristo Nuestro Señor.
El padre San Francisco le decía,
Mira señor cuánto le heriste a Cristo, mira que te ofrece Su sangre, ve cómo corre de sus venas, señal del amor que te tiene.
Sus llagas se abren para recibirte y perdonarte, aún tienes tiempo, recógete en ellas, que son el refugio y amparo de todos los pecadores.
Vuélvete a Él que con sólo un gesto te perdonará y te dará el cielo, como se lo dio al buen ladrón en el último trance de su vida”.
¡Pero qué dureza del corazón humano! ¡A qué grado pudo llegar esta persona!,
Porque ni la sangre de Cristo derramada, ni las persuasiones y lágrimas del santo hicieron mella en aquel corazón, que era más que de acero.
Y como el Santo le instó una vez más, la santa imagen del Redentor abrió otra vez la boca y hablando con aquel obstinado pecador dijo,

“Esta sangre que derramé una vez por todo el mundo, por segunda vez la derramó por ti solo.

Mira lo que me costaste y lo que deseo tu bien.
Porque para rescatarte de los pecados la doy liberalmente.
Da crédito a las palabras de mi siervo que son mías, conviértete a Mí que Yo te perdonaré“.
¿Qué haría un hombre cristiano y noble, criado en la luz de la fe católica y en el corazón de la Iglesia, si oyera de la boca de Cristo tales palabras y le viera derramar sangre viva de sus venas ante tal impresionante portento?
¿Quién juzgaría que no se convirtiera de todo su corazón al Señor y que deshecho en Lágrimas de arrepentimiento no se echara a sus pies pidiéndole perdón?
Así debería de ser por buenas razones.
Pero el pecado le tenía tan fuera de razón que no dio oídos a sus palabras ni ojos a su vista, ni entrada a su corazón.
Viendo entonces el Señor su dureza dio lugar a su Santa ira, y metiendo la mano en su costado la sacó llena de sangre y se la arrojó en la cara diciendo,

“Pues no has querido aprovecharte de mi sangre, ahora ella escribe en tu rostro la sentencia de tu condenación”.

Entonces el miserable, diciendo grandes blasfemias contra Dios que le condenaba, expiró.
entregó su desdichada alma en mano de los demonios ejecutándose la divina justicia.
Mientras el santo, atravesado de dolor, tomó con suma reverencia la santa imagen y se volvió a su retiro, con el sentimiento y las lágrimas de lógicas que emanaban de tal irremediable suceso.

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