¿Por qué desea tanto Jesús que comulguemos?


(Se entiende que en estado de gracia)


Quería el profeta Isaías que por todas partes se pregonasen las amorosas invenciones de nuestro Dios para hacerse amar de los hombres; pero ¿quién jamás se hubiera imaginado, si Dios no lo hubiera hecho, que el Verbo encarnado quedara bajo las especies de pan para hacerse alimento nuestro? 

«¿No suena a locura –dice San Agustín– decir: Comed mi carne y bebed mi sangre?». Cuando Jesucristo reveló a sus discípulos este sacramento que nos quería dejar, se resistían a creerlo y se apartaban de Él, diciendo: “¿Cómo puede éste darnos a comer su sangre?” (Io. 6, 53). “Duro es este lenguaje. ¿Quién sufre el oírlo?” (Io. 6, 61). Pues bien, lo que los hombres no podían pensar ni creer, lo pensó y ejecutó el grande amor de Jesucristo. Tomad y comed, dijo a sus discípulos, y en ellos a todos nosotros; tomad y comed, dijo antes de salir a su pasión. Pero, ¡oh Salvador del mundo!, y ¿cuál es el alimento que antes de morir nos queréis dar? “Tomad y comed –me respondéis–, éste es mi cuerpo” (I Cor. 11, 24); no es éste alimento terreno, sino que soy yo mismo quien me doy todo a vosotros.

Oh, ¡y qué ansias tiene Jesucristo de unirse a nuestra alma en la sagrada comunión! “Con deseo deseé comer esta Pascua con vosotros antes de
padecer
” (Lc. 22, 15), así dijo en la noche de la institución de este sacramento de amor. Con deseo deseé: así le hizo exclamar el amor inmenso que nos tenía, comenta San Lorenzo Justiniano. Y, para que con mayor facilidad pudiéramos recibirle, quiso ocultarse bajo las especies de pan. Si se hubiera ocultado bajo las apariencias de un alimento raro o de subido precio, los pobres quedarían privados de él; pero no; Jesucristo quiso quedarse bajo las especies de pan, que está barato y todos lo pueden hallar, para que todos y en todos los países lo puedan hallar y recibir.


Para que nos resolviéramos a recibirle en la sagrada comunión, no sólo nos exhorta a ello con repetidas invitaciones: “Venid a comer de mi pan y bebed del vino que he mezclado” (Prov. 9, 15). “Comed, amigos; bebed y embriagaos, queridos” (Cant. 5, 1), sino que también nos lo impone de precepto: “Tomad y comed; éste es mi Cuerpo” (I Cor. 11, 24). Y para inclinarnos a recibirle nos alienta con la promesa del paraíso: “El que come mi carne y bebe mi sangre,

tiene vida eterna” (Io. 6, 55). “El que come este pan vivirá eternamente” (Io. 6, 58). En suma, a quien no comulgare, le amenaza con excluirlo del paraíso y lanzarlo al infierno: “Si no comiereis la carne del Hijo del hombre y bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros” (Io. 6, 54). Estas invitaciones, estas promesas y estas amenazas nacen todas del gran deseo que tiene de unirse a nosotros en este sacramento.

Mas, ¿por qué desea tanto Jesucristo que vayamos a recibirle en la sagrada comunión? He aquí la razón. El amor, en expresión de San Dionisio, siempre aspira y tiende a la unión, y, como dice Santo Tomás, «los amigos que se aman de corazón quisieran estar de tal modo unidos que no formaran más que uno solo». Esto ha pasado con el inmenso amor de Dios a los hombres, que no esperó a darse por completo en el reino de los cielos, sino que aun en esta tierra se dejó poseer por los hombres con la más íntima posesión que se pueda imaginar, ocultándose bajo apariencias de pan en el Santísimo Sacramento. Allí está como tras de un muro, y desde allí nos mira como a través de celosías. Aun cuando nosotros no lo veamos, Él nos mira desde allí, y allí se halla realmente presente, para permitir que le poseamos, si bien se oculta para que le deseemos. Y hasta que no lleguemos a la patria celestial, Jesús quiere de este modo entregarse completamente a nosotros y vivir así unido con nosotros.

San Alfonso M Ligorio