Jorge Mario Bergoglio, está muerto


Muchas cosas extrañas sucedieron durante los dos años previos a la renuncia del papa Benedicto XVI: los Vatileaks, un Secretario de Estado (el cardenal Bertone) que parecía empecinado en complicarle las cosas al Papa, y una crisis que aparentaba estar fuera de su control. Solo lo aparentaba: lo que en verdad ocurría era que numerosos cardenales involucrados en lo que luego pasaría a llamarse “La Mafia de San Galo” complotaban para forzar la partida del papa Ratzinger de una sede con problemas, influyendo en la elección del “anti-Ratzinger” – sin duda, el anti-Ratzinger que habían promovido en el cónclave anterior, el cardenal Bergoglio de Buenos Aires.
Todo salió según lo planeado. Benedicto XVI se convenció, o lo convencieron, de que no iba a poder resolver las cosas, y partió. Y Bergoglio, el Espanto, fue elegido. El Espanto fue el nombre que le dimos al pontificado que estaba por comenzar, el mismo día de la elección de Bergoglio.
¡Y cómo nos criticaron y denigraron por eso! De hecho, si retroceden y leen esa publicación, escrita por un amigo argentino que siguió todos los pasos de nuestra profunda cobertura de la Iglesia en Argentina desde nuestros inicios, encontrarán que el Papa actual no es acusado de herejía. ¡Ni una vez! No es acusado de apostasía. Nos acusaron erróneamente con toda clase de males, cuando en realidad nuestra preocupación con este Papa, y que terminó siendo totalmente cierta, era su combinación de pésimas compañías en lo moral y su total confusión doctrinal.
Lamentablemente, sus amigos, los mismos que lograron que resultara elegido, obtuvieron lo mejor de él. Desde el comienzo, tal como deja en claro el testimonio condenatorio escrito por el arzobispo Viganó (en aquel tiempo, Nuncio Apostólico en los Estados Unidos), Francisco utilizó todos los medios posibles, incluyendo la maldad y el engaño, para ayudar a sus amigos, tales como el cardenal McCarrick, y también el cardenal Danneels. Y utilizó todos los medios posibles para castigar a quienes él veía como enemigos, tales como el cardenal Burke, el arzobispo Léonard de Bruselas, y muchos otros.
Y destruyó incontables vidas y vocaciones. ¿Recuerdan a los Frailes Franciscanos de la Inmaculada? Sus hijos no los recordarán. Gracias a este pontificado fallido, ni siquiera sabrán que una joven, pujante, y tradicional orden de Franciscanos alguna vez existió.
Malvado en la persecución de todo aquel con quien discrepaba; malvado en la implementación intencional de confusión en la doctrina; malvado en negarse a clarificar la confusión que él mismo generó – Francisco, con todo su maldad totalitaria, acrecentó las tensiones en la Iglesia a niveles sin precedente desde la Revuelta Protestante o la Revolución Francesa.
Pero esta vez, la maldad revolucionaria proviene del interior de la Iglesia, de un tirano de teología atrofiada, moral quebrada, y promotor del mal.
Francisco debe irse.
Un hedor insoportable inunda el edificio de la Iglesia Católica. Emana del Trono de Pedro, en el que un cuerpo se pudre frente a todo el universo. Los poderes del mundo aún desfilan ante el cadáver, ofreciéndole honores seculares, pero los fieles católicos se revuelven de espanto ante el nauseabundo espectáculo pagano.
El papa Francisco, Jorge Mario Bergoglio, está muerto. No está realmente difunto, pero su presencia moral se ha ido. Su cuerpo moral es el cadáver repulsivo que se sienta en la cátedra del príncipe de los apóstoles. Y sus únicos y verdaderos seguidores – los liberales, los herejes, los apóstatas – ya están tramando cómo reemplazarlo cuando ocurra lo inevitable.
Él ha engañado, ha perseguido a los fieles verdaderos, ha confundido a los pequeños en su fe, y se ha burlado de la tradición cada vez que pudo. Sobre todo, ha mentido, y ha sido expuesto mintiendo, y ha sido presentado como un mentiroso consumado que protege a una mafia de sacerdotes pervertidos y abusadores, sus colaboradores más cercanos.
Todo lo que resta es que tome el cuerpo moral corrupto que pesa sobre la Santa Madre Iglesia, y se retire. La renuncia es la única solución posible tras cinco años de creciente vergüenza y malos manejos intencionales.
El espanto que identificamos el primer día ha alcanzado su máxima expresión, como una infrutescencia pustulosa de corrupción: Sodoma en Roma.