Los dos bandos (Grignon de Montfort)



Queridos hermanos, ahí tenéis los dos bandos con los que a diario nos encontramos: el de Jesucristo y el del mundo.

A la derecha, el de nuestro amable Salvador. Sube por un camino estrecho y angosto como nunca a causa de la corrupción del mundo. El buen Maestro va delante, descalzo, la cabeza coronada de espinas, el cuerpo ensangrentado y cargado con una pesada cruz. Sólo le sigue un puñado de personas –si bien las más valientes–, ya que su voz es tan delicada que no se la puede oír en medio del tumulto del mundo o porque se carece del valor necesario para seguirlo en la pobreza, los dolores y humillaciones y demás cruces que es preciso llevar para servir al Señor todos los días.

A la izquierda, el bando del mundo o del demonio. Es el más nutrido, el más espléndido y brillante –al menos, en apariencia– Lo más selecto del mundo corre hacia él. Se apretujan, aunque los caminos son anchos y más espaciosos que nunca, a causa de las multitudes que, igual que torrentes, transitan por ellos. Están sembrados de flores, bordados de placeres y diversiones, cubiertos de oro y plata.

A la derecha, el pequeño rebaño que sigue a Cristo habla sólo de lágrimas, penitencias, oraciones y menosprecio del mundo. Se oyen continuamente estas palabras, entrecortadas por sollozos: “Sufrimientos, lágrimas, ayunos, oraciones, olvidos, humillaciones, pobreza, mortificaciones. Pues el que no tiene el espíritu de Cristo –que es espíritu de cruz– no es de Cristo. Los que son del Mesías han crucificado sus bajos instintos con sus pasiones y deseos. (Gál. 15, 24). O somos imagen visible de Jesucristo o nos condenamos. ¡Ánimo!, gritan. ¡Ánimo! Si Dios está con nosotros, en nosotros y delante de nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que está en nosotros es más fuerte que el que está en el mundo. Un criado no es más que su amo. Una momentánea y ligera tribulación nos prepara un peso eterno de gloria. El número de los elegidos es menor de lo que se piensa. Sólo los esforzados y violentos arrebatan el cielo. Tampoco un atleta recibe el premio si no compite conforme al reglamento (2 Tim. 2, 5), conforme al Evangelio y no según la moda. ¡Luchemos, pues, con valor! ¡Corramos de prisa para alcanzar la meta y ganar la corona!”. Son algunas de las expresiones con las cuales se animan unos a otros los Amigos de la Cruz.

Los mundanos, al contrario, para incitarse a perseverar en su malicia sin escrúpulos, gritan todos los días: “¡Vivir! ¡Vivir! ¡Paz! ¡Paz! ¡Alegría! ¡Comamos, bebamos, cantemos, bailemos, juguemos! Dios es bueno y no nos creó para condenarnos. Dios no prohíbe las diversiones. No nos condenaremos por eso. ¡Fuera escrúpulos! No moriréis...” (Gén. 3, 4).

Acordaos, queridos cofrades, de que el buen Jesús os está mirando y os dice a cada uno en particular: “Casi todos me abandonan en el camino real de la cruz. Los idólatras, enceguecidos, se burlan de mi cruz como si fuera una locura; los judíos, en su obstinación, se escandalizan de ella como si fuera un objeto de horror; los herejes la destrozan y derriban como cosa despreciable. Pero –y esto lo digo con los ojos arrasados en lágrimas y el corazón traspasado de dolor– mis hijos, criados a mis pechos e instruidos en mi escuela, mis propios miembros, vivificados por mi Espíritu, me han abandonado y despreciado, haciéndose enemigos de mi cruz. ¿También vosotros queréis marcharos? (Jn. 6, 67). 

¿También vosotros queréis abandonarme, huyendo de mi cruz, igual que los mundanos, que en esto son otros tantos anticristos? ¿Queréis –para conformaros a este siglo– despreciar la pobreza de mi cruz para correr tras las riquezas; esquivar los dolores de mi cruz para buscar los placeres; odiar las humillaciones de mi cruz para codiciar los honores? Tengo aparentemente muchos amigos que aseguran amarme, pero en el fondo me aborrecen, porque no aman mi cruz. Tengo muchos amigos de mi mesa y muy pocos de mi cruz”.

Ante llamada tan amorosa de Jesús, superémonos a nosotros mismos. No nos dejemos arrastrar por nuestros sentidos –como Eva–. Miremos solamente al autor y consumador de nuestra fe. Jesucristo crucificado. Huyamos de la corrupción que por la concupiscencia existe en el mundo corrompido. Amemos a Jesucristo como se merece, es decir, llevando la cruz en su seguimiento. Meditemos detenidamente estas admirables palabras de nuestro amable Maestro, pues encierran toda la perfección cristiana: El que quiera venirse conmigo, que reniegue de sí mismo, que cargue con su cruz y me siga (Mt. 16, 24; Lc. 9, 23).

Prácticas de la perfección cristiana

En efecto, toda la perfección cristiana consiste: 
1.º En querer ser santo: El que quiera venirse conmigo.
2.º En abnegarse: que reniegue de sí mismo.
3.º En padecer: que cargue con su cruz.

4.º En obrar: y me siga.



EL AMOR A LA CRUZ


LOS AMIGOS DE LA CRUZ

San Luis Grignion de Montfort