La mejor forma de prepararnos para el nacimiento de Jesús


El mejor modo de disponer nuestra alma al Señor que llega es preparar muy bien la Confesión. La necesidad de este sacramento, fuente de gracia y de misericordia a lo largo de toda nuestra vida, se pone especialmente de manifiesto en este tiempo en el que la liturgia de la Iglesia nos impulsa y nos anima a esperar la Navidad.
Ella nos ayuda a rezar pidiendo: Señor Dios, que para librar al hombre de la antigua esclavitud del pecado enviaste a tu Hijo a este mundo; concede, a los que esperamos con devoción su venida, la gracia de tu perdón soberano y el premio de la libertad verdadera.
La Confesión es también el sacramento, junto a la Sagrada Eucaristía, que nos dispone para el encuentro definitivo con Cristo al fin de nuestra existencia. Toda nuestra vida es un continuado adviento, una espera del instante último para el que no dejamos de prepararnos día tras día. Nos consuela pensar que es el mismo Señor quien ardientemente desea que estemos con Él en la tierra nueva y en el cielo nuevo que nos tiene preparados.
Cada Confesión bien hecha es un impulso que recibimos del Señor para seguir adelante, sin desánimos, sin tristezas, libres de nuestras miserias. Y Cristo nos dice de nuevo: Ten confianza, tus pecados te son perdonados, hijo mío, vuelve a empezar... Es Él mismo quien nos perdona después de la humilde manifestación de nuestras culpas. Confesamos nuestros pecados «a Dios mismo, aunque en el confesonario los escuche el hombre-sacerdote. Este hombre es el humilde y fiel servidor de ese gran misterio que se ha realizado entre el hijo que retorna y el Padre».
«Las causas del mal no deben buscarse en el exterior del hombre, sino, sobre todo, en el interior de su corazón. También su remedio parte del corazón. Por consiguiente los cristianos, mediante la sinceridad en su propio empeño de conversión, deben rebelarse frente al achatamiento del hombre, y proclamar con su propia vida la alegría de la verdadera liberación del pecado (...) mediante un sincero arrepentimiento, de un firme propósito de enmienda, y de una firme confesión de las culpas».
Para quienes han caído en pecado mortal después del Bautismo, este sacramento es tan necesario para la salvación como lo es el Bautismo para los que aún no han sido regenerados a la vida sobrenatural: «es el medio para saciar al hombre con la justicia que proviene del mismo Redentor». Y es de tanta importancia para la Iglesia, que «los sacerdotes pueden verse obligados a posponer o incluso dejar otras actividades por falta de tiempo, pero nunca el confesonario».
Todos los pecados mortales cometidos después del Bautismo, y las circunstancias que modifiquen su especie, deben pasar por el tribunal de la Penitencia, en una Confesión auricular y secreta con absolución individual.
El Santo Padre nos pide a todos que hagamos cuanto esté en nuestras manos «para ayudar a la comunidad eclesial a apreciar plenamente el valor de la Confesión individual como un encuentro personal con el Salvador misericordioso que nos ama, y a ser fieles a las directrices de la Iglesia en un asunto de tanta importancia».
«No podemos olvidar que la conversión es un acto interior de una especial profundidad, en el que el hombre no puede ser sustituido por otros, no puede hacerse “reemplazar” por la comunidad».


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