Si alguien preguntara, “¿Qué tiene que ver la Biblia con la Misa?”, muchos podrían contestar, “No tiene mucho que ver”.
Parece una repuesta obvia. Sí, escuchamos
lecturas del Antiguo y Nuevo Testamento en cada Misa, y cantamos un
salmo entre estas, pero, aparte de esto, no parece que la Biblia sea tan
importante en la Misa.
Sin embargo, cuando usted haya terminado
este curso, tendrá una perspectiva distinta—además de un amor y un
aprecio mucho más grandes—hacia el profundo misterio de fe en el que
entramos en cada Misa.
Miremos la Misa a través de un nuevo lente “bíblico”.
Cada Misa empieza de la misma manera. Nos
persignamos y decimos, “En el nombre del Padre, y del Hijo y del
Espíritu Santo”. Veremes el porqué de esto después.
Por ahora, notemos que la señal de la cruz
empezó con los apóstoles, que “sellaron” a los nuevos bautizados
trazando este signo en sus frentes. (cfr. Ef.1.13; Apoc. 7:3).
Las palabras que rezamos cuando nos
santiguamos vienen directamente de los labios de Jesús. De hecho, son de
las últimas palabras que dirigió a sus apóstoles (cfr. Mt. 28:19).
Continuando con la Misa, el sacerdote nos
saluda. Él habla y nosotros respondemos, con palabras de la Biblia. Él
dice: “El Señor esté con ustedes”, y decimos, “Y con tu espíritu” (cfr. 2
Tim. 4:22).
En la Escritura, estas palabras son la
promesa de la presencia, la protección y la ayuda del Señor (cfr. Ex.
3:12; Lc. 1:28). El sacerdote puede optar por otro saludo, como, “la
gracia de Nuestro Señor Jesucristo…” siempre también palabras sacadas de
la Biblia (cfr. 2 Cor. 13:13; Ef. 1:2).
La Misa continua así, como un diálogo entre
los fieles y Dios, mediado por el sacerdote. Lo que llama la atención—y
raras veces reconocemos—es que esta conversación es hecha casi
completamente con el lenguaje de la Biblia.
Cuando imploramos, “Señor, ten piedad”,
nuestro llanto pidiendo socorro y perdón hace eco de la Escritura (cfr.
Sal. 51:1; Bar. 3:2; Lc. 18:13, 38,39). Cuando glorificamos a Dios,
entonamos el himno que los ángeles cantaron la primera nochebuena (Cfr.
Lc. 2:14).
Hasta el Credo y las Plegarias Eucarísticas
están compuestos de palabras y frases bíblicas. Preparándonos para
arrodillarnos ante el altar, cantamos otro himno angelical de la
Biblia, “Santo, Santo, Santo…” (cfr. Is. 6:3; Apoc. 4:8).
Nos juntamos al salmo triunfante de los que
le dieron la bienvenida a Jesús en Jerusalén: “Hosanna, Bendito él que
viene…” (cfr. Mc. 11:9-10). En el corazón de la Misa, escuchamos las
palabras de Jesús en la Última Cena (cfr. Mc. 14:22-24).
Después, oramos a nuestro Padre en las
palabras que Nuestro Señor nos dio (cfr. Mt. 6:9-13). Lo reconocemos con
las palabras de San Juan el Bautista: “He ahí el Cordero de Dios…”
(cfr. Jn. 1:29,36).
Y antes de recibirlo en la comunión,
confesamos que no somos dignos en las palabras del centurión que pidió
la ayuda de Jesús (cfr. Lc. 7:7).
Lo que decimos y escuchamos en la Misa nos
viene de la Biblia. Y lo que “hacemos” en la Misa, lo hacemos porque se
hacía en la Biblia. Nos arrodillamos (cfr. Sal. 95:6; Hech. 21:5) y
cantamos himnos (cfr. 1 Mac. 10:7, 38; Hech. 16:25); nos ofrecemos la
señal de la paz (cfr. 1 Sam. 25:6; 1 Tes. 5:26).
Nos juntamos alrededor de un altar (cfr.
Gen. 12:7; Ex. 24: 4; 2 Sam. 24:25; Apoc. 16:7), con incienso (cfr. Jer.
41:5; Apoc. 8:4), servido por sacerdotes (cfr. Ex. 28:3-4; Apoc. 20:6).
Ofrecemos una acción de gracias con pan y vino (cfr. Gen. 14:18; Mt.
26:26-28).
Desde la primera señal de la cruz hasta el
último amén (cfr. Neh. 8:6; 2 Cor. 1:20), la Misa es un tapiz de sonidos
y sensaciones, tejido con palabras, acciones y accesorios tomados de la
Biblia.
Nos dirigimos a Dios en las palabras que Él
mismo nos ha dado por medio de los autores inspirados de la Sagrada
Escritura. Y Él a su vez, viene a nosotros, instruyéndonos,
exhortándonos y santificándonos, siempre por la Palabra Viva de la
Escritura.