Una extraña huésped


Empecé a leer la Santa Biblia a escondidas. Lo primero que me llegó a fondo fue: “No juzgues para que no te juzguen y lo que tú hagas por el más pequeño de mis hermanos, Me lo haces a Mí”.

Cuando tenía catorce años hice el voto de la Tercera Orden de los Franciscanos, y a los quince se vio claramente que yo no quería casarme. Sólo Jesús me atraía constantemente. Con los ojos de mi alma vi a mi alrededor a reyes y pordioseros. Observé a los unos en su gran pompa pasajera mientras veía a los otros en su tremenda pero también pasajera pobreza. ¿A quién le daría mi amor? Decidí dárselo al que siempre vive y siempre se regocija en mi amor: a Jesús.

De mis ocho hermanos, hoy sólo sobrevivimos un hermano y yo. Mi hermana Stephanie, que también fue religiosa, había muerto. Ella me ayudaba mucho cuando aún estábamos en nuestra casa. Los domingos, cuando mi madre nos dejaba limpiando la cocina después de la comida, nos turnábamos haciendo esta tarea. Cuando me tocaba a mí, Stephanie siempre me mandaba a rezar y ella hacía mi tarea, quizás porque nunca me peleaba con ella y porque sabía cómo me gustaba orar.

Una tarde de verano, cerca de la puesta del sol, me senté en silencio detrás de la casa, en el primer peldaño de la escalera. Al ver la belleza del cielo, sentí como si mi alma fuera a volar hacia allá. De repente se abrió la reja del jardín y entró una mujer. Yo brinqué y corrí hacia ella. Era hermosa y una felicidad devota y sobrenatural irradiaba de ella.

Dijo:
–Quizás ésta va a ser la casa donde se me reciba. Me cerraron las puertas en las otras casas a donde llegué. “No hay lugar”, me dijeron. En otras partes me sacaron sin ninguna explicación. Empecé en esta hilera de casas y no me he pasado ninguna desde el gran puente hasta acá.

Miré su cara y me di cuenta que era un alma devota y que amaba a Dios.
­–Me gusta la gente de buen corazón –dijo de nuevo–. ¿Me das un lugar para hospedarme?

–¡Sí! –le dije.

Corrí dentro de la casa hacia mi madre. Rápidamente le describí a la huésped: “Es una Señora hermosa, diferente de nosotros; su falda es oscura y cubre sus tobillos; pide quedarse con nosotros esta noche. Ni siquiera pide una cama, una silla es suficiente o un banco”. 

La noche estaba fría, por eso hicimos un poco de fuego en la casa. La Señora se sentó en una silla en la cocina y yo me senté a su lado en el suelo. Empezó a hablarme del Cielo. Yo escuchaba todas sus palabras y mi alma se regocijaba de felicidad. Le pregunté si quería comer con nosotros, pero ella sólo pidió un poquito de pan y té. Mientras nosotros comíamos, ella me habló de la vida de los Santos; de san Francisco de Asís. Yo le dije que quería servir muchísimo a Dios y ser religiosa.

–Lo serás –dijo, y su voz era firme.

–¿De dónde viene? –le pregunté.

–Vengo de Viena, de un claustro.

–¿De veras? –le dije con alegría–. Por favor, lléveme allí a mí también; no importa que yo sea aún pequeña –le supliqué.

–A dónde voy yo ahora, no te puedo llevar. Pero sí, más tarde –me contestó.

La campana de la iglesia tocó el Ángelus. La señora estaba absorta en oración, parecía ensimismada, de toda su persona irradiaba majestad y belleza celestiales. Yo estaba asustada, solamente más tarde me di cuenta que era Nuestra Madre Santísima.
Era tiempo de ir a la cama. Le dije a la Señora, bajando mis ojos de vergüenza, que nosotros no teníamos una recámara para huéspedes, así que ella tenía que dormir en la mía mientras que mis padres irían a otro cuarto. Ella estuvo de acuerdo con el acomodo.

–Nosotras tendremos lugar suficiente –dijo.

Mi corazón se alegró. Yo era una muchacha delgada y le dije que podía quitarse su pequeño chal.

–No importa –ella dijo sonriendo. Pero se lo quitó igualmente. Su hermoso pelo cayó como un velo, denso y fluido como una cascada. Nos sentamos en la cama sin quitarnos la ropa. Ella me platicó durante toda la noche acerca del Cielo. No pude cerrar los ojos por lo bonito y hermoso de su plática. 

Por la madrugada le dije que yo iría a misa. Ella quiso ir conmigo.
Durante la misa casi no me atreví a moverme. Fuimos juntas a comulgar. Después de la misa un acólito vino a decirme:

–El señor cura quiere hablarte.

–Voy en seguida, pero déjame acompañar a mi huésped afuera del pueblo.

En efecto la señora estaba tomando el camino de Stomfa, un pueblo cercano. Le pregunté si conocía el camino
Ella me dio las gracias por pasar la noche en mi casa. Una vez más le dije:

–Me gustaría ser religiosa.

–¡Laudetur Jesus Christus! –me contestó en latín (Alabado sea Jesucristo).

Después de haber dado unos pasos, me volteé para verla de nuevo, porque era difícil separarme de ella; y cuál fue mi sorpresa, no la vi por ningún lado. 


Mientras tanto el señor cura me estaba esperando con impaciencia.

–¿Quién era esa señora, Marikita? –me preguntó–. ¡Por cierto no era de este mundo!
–A mí me dijo que si yo rezo mucho podré ser religiosa –le contesté con un cierto orgullo de niña.

El sacerdote estuvo un poco pensativo, después me dijo:

–Yo vacilé en darle la comunión. Cuando le ofrecí la sagrada Hostia, su rostro estaba esplendoroso, lleno de luz; y luz también salía de su boca. La sagrada Hostia voló de mis dedos. Ella tomó la comunión en esta luz. Realmente tuve miedo de este fenómeno extraordinario. Ella misma me pareció la eternidad gloriosa. Aun en la sacristía seguí temblando.

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