*Visión del Paraíso (María Valtorta)


No bien recibí a Jesús, sentí a María, nuestra Madre, al lado izquierdo del lecho, que me abrazaba con su brazo derecho atrayéndome hacia sí. Estaba con su vestido y velo blancos, igual que en las visiones de la Gruta en diciembre. Me sentí envuelta a la vez por una luz dorada y por un suave, indescriptiblemente suave color (calor), y los ojos de mi espíritu buscaban el manantial de todo eso que yo sentía llover sobre mí desde lo alto. Me parecía como si mi aposento, aun siendo como es en su pavimento, en sus cuatro paredes y en los muebles, no tuviese ya techo y yo viese el azul sin confines de Dios.

Suspendida en este azul, la Paloma Divina de fuego aparecía dispuesta perpendicularmente sobre la cabeza de María y, naturalmente, también sobre la mía, puesto que yo la tenía apoyada, mejilla con mejilla, en María. El Espíritu Santo tenía las alas extendidas verticalmente siendo su posición erecta. No se movía y, eso no obstante, vibraba y, a cada vibración, se desprendían ondas, destellos de luz y chispazos de fulgor. 
Emanaba de El un cono de luz áurea cuyo vértice partía del pecho de la Paloma y su base nos envolvía a María y a mí, encontrándonos recogidos en este cono, en este manto, en este abrazo de luz festiva. Era una luz vivísima, mas, con todo, no deslumbraba, pues comunicaba a los ojos una fuerza nueva en cada esplendor que se desprendía de la Paloma cuya intensidad iba aumentando a cada vibración de la misma. Sentía que se dilataban mis ojos con un poder sobrehumano cual si no fueran ya ojos de criatura sino de espíritu glorificado.

Cuando, por obra del Amor inflamado y suspendido sobre mí, llegué a alcanzar la capacidad de ver aún más allá, fue llamado mi espíritu a mirar más a lo alto. Y, contra el azul más terso del Paraíso, vi al Padre distintamente, por más que su figura estuviese formada de trazos de luz inmaterial de una belleza que no intento describir por superar la capacidad humana. Me aparecía como sobre un trono. Y digo así porque aparecía sentado con infinita majestad, por más que no viese trono, poltrona ni baldaquino, nada de cuanto en la tierra tiene forma de asiento. Aparecía a mi lado izquierdo (por darle alguna indicación, hacia donde está mi Crucifijo y, por tanto, a la derecha de su Hijo) si bien a una altura incalculable. Con todo, lo veía en los más nimios detalles de sus luminosísimos rasgos. Miraba hacia la ventana (siempre para darle una indicación de las diferentes posiciones). Miraba con ojos de infinito amor.

Siguiendo la trayectoria de su mirada, vi a Jesús. Mas no al Jesús-Maestro que acostumbro ver sino a Jesús-Rey, vestido de blanco con una ropa luminosa y candidísima como la de María, una ropa que parece hecha de luz. Bellísimo, robusto, imponente, perfecto, deslumbrador. Con la mano derecha –estaba de pie– sujetaba su cetro que es a la vez su estandarte. Un asta larga, a modo de un báculo pastoral, pero más alto que mi altísimo Jesús, que no termina en el rizo del báculo pastoral sino en un asta transversal que forma, por tanto, una cruz hecha así (y María Valtorta traza aquí una cruz latina muy alargada.), de la cual pende, sostenido por el asta más corta, un estandarte de luminosísima y cándida seda, hecho así (aquí dibuja María Valtorta toscamente una especie de escudo cruzado), y marcado con una cruz purpúrea por ambos lados. Sobre el estandarte aparece escrita con diamantes líquidos, la palabra: “Jesucristo”.

Veo perfectamente las llagas de las manos, pues con la derecha mantiene el asta en alto sujetándola por cerca del estandarte, y con la izquierda hace indicación a la herida del costado que no la veo sino como un punto luminoso del que parten rayos que descienden a la tierra. La herida de la mano derecha se halla concretamente en la muñeca y semeja un rubí brillantísimo de la anchadura de una moneda de 10 céntimos. 

La de la izquierda es más céntrica y extensa, pero que se alarga después así (aquí diseña María Valtorta un pequeño círculo elíptico y alargado con la punta hacia la derecha.) hacia el pulgar. Resplandecen como carbones encendidos. No veo otras heridas. Por lo demás el Cuerpo de mi Señor es bellísimo y aparece íntegro en todos sus miembros.

El Padre mira al Hijo a su izquierda y el Hijo mira a su Madre y a mí. Le aseguro que si no mirase con amor no podría resistir el fulgor de su mirada y de su semblante. Es ciertamente el Rey de tremenda majestad, como se dice de El.(en el “Dies irae, dies illa” de la liturgia romana.)

Conforme se va prolongando la visión, va aumentando en mí la facultad de percibir los detalles más insignificantes y de extenderse cada vez más mi campo de visión.
En efecto, poco después veo a San José (junto al rincón donde está el Pesebre). No es muy alto, poco más o menos como María. Robusto. De pelo entrecano, rizado y corto, con la barba recortada en forma cuadrada. Nariz alargada y fina, aguileña. Dos arrugas surcan sus mejillas partiendo de los ángulos de la nariz y yendo a perderse por entre la barba a ambos lados de la boca. Ojos oscuros y buenísimos. Vuelvo a encontrar en ellos la mirada amorosamente buena de mi padre. Todo su semblante es bueno, pensativo sin llegar a ser triste, digno, pero extraordinariamente bueno. Aparece vestido con una túnica entre azul y violácea, como el color de algunas pervincas y lleva un manto de color pelo de camello. Jesús me lo señala con el dedo diciéndome: “He aquí el dechado de todos los justos”.

  Me siento feliz y me recojo en medio de tanta beatitud creyendo haber alcanzado ya el summum de la misma. Mas unos más vivos destellos del Espíritu de Dios y de las llagas de Jesús, mi Señor, aumentan más aún mi capacidad de ver y así contemplo a la Iglesia celestial, a la Iglesia triunfante. Trataré de describírsela.

Descripción de la Iglesia celestial y de la Iglesia triunfante

En lo alto siempre el Padre, el Hijo y ahora también el Espíritu que está más arriba que los Dos, en medio de Ellos, envolviéndolos con sus fulgores.
Mas abajo, como entre dos laderas azules, de un azul que no es de la tierra, reunida en un valle dichoso, la multitud de los bienaventurados de Cristo, el ejército de los señalados con el nombre del Cordero (Ap 7), una multitud que es luz, una luz que es canto, un canto que es adoración y una adoración que es bienaventuranza.

A la izquierda los coros de los confesores. A la derecha los de las vírgenes. No vi el de los mártires y, y a este respecto, el Espíritu me hace comprender que los mártires se agregan a las vírgenes, toda vez que el martirio revirginiza el alma cual si acabara de ser creada. Veo a todos, tanto confesores como vírgenes, vestidos de blanco, de ese blanco luminoso de los vestidos de Jesús y de María.

Del suelo y laderas azules de ese santo valle emana una luz como de vivo zafiro. Luz despiden los vestidos tejidos de diamantes; luz, sobre todo, los cuerpos y los rostros espiritualizados. Y ahora voy a ver cómo me las compongo para describirle cuanto he notado en los diferentes cuerpos.

Descripción de cuanto he notado en los diferentes cuerpos

Cuerpos de carne con espíritu vivo, latientes, perfectos, sensibles al tacto y al contacto, son únicamente los de Jesús y de María: dos cuerpos gloriosos, pero realmente “cuerpos”. Luz con forma de cuerpo, sin duda para que puedan ser perceptibles a esta pobre sierva de Dios, son el Padre Eterno, el Espíritu Santo y mi ángel. Luz ya más compacta, San José y San Juan, pues de ellos debo percibir su presencia y sus palabras. Llamas blancas son los cuerpos espiritualizados y todos los bienaventurados que integran las muchedumbres celestiales.

Entre los confesores nadie se vuelve, todos miran atentos a la Santísima Trinidad. De entre los vírgenes se vuelve alguno. Reconozco a los apóstoles Pedro y Pablo, pues, aun cuando sean luminosos y estén vestidos de blanco como todos, su rostro es más recognoscible que el de los demás: es un característico rostro hebreo. Me miran con benevolencia (¡menos mal!).

Veo a continuación tres espíritus bienaventurados que comprendo son mujeres, las cuales me miran, hacen señas y sonríen como invitándome. Son jóvenes, si bien me parece que los bienaventurados tienen todos una misma edad: juvenil, perfecta, y una misma belleza. Son copias menos acabadas de Jesús y de María. Quiénes sean estos tres seres celestiales no puedo asegurarlo, mas porque dos llevan palmas y sólo uno flores, –la palma es lo único que diferencia a los mártires de los vírgenes– creo que puedo decir, sin temor a equivocarme, que son: Inés, Cecilia y Teresa de Lisieux.

Lo que, a pesar de mi buena voluntad, no le puedo describir es el Aleluya de esta multitud. Un Aleluya potente al par que suave como una caricia. Y a cada hosanna que entona a su Dios, todo sonríe y esplende con mucha mayor viveza.

Cesa la visión y toda su intensidad se diluye así: Me deja María y, con Ella, Juan y José, tomando María su puesto frente al Hijo y los otros dos el suyo en el coro de los vírgenes.

Sea loado Jesucristo.

38-45
A. M. D. G.