Vamos a continuar, hijita. Sígueme en el camino del Calvario, agobiado bajo el peso de la Cruz…
En tanto que Mi Corazón estaba abismado de tristeza por
la eterna perdición de Judas, los crueles verdugos, insensibles a Mi
dolor, cargaron sobre Mis hombros llagados, la dura y pesada Cruz en que
había de consumar el misterio de la Redención del mundo.
Contémplenme,
ángeles del cielo. Vean al Creador de todas las maravillas, al Dios a
Quien rinden adoración los espíritus celestiales, caminando hacia el
Calvario y llevando sobre sus hombros el leño santo y bendito que va a
recibir su último suspiro.
Véanme también ustedes, almas que desean ser Mis fieles
imitadoras. Mi Cuerpo, destrozado por tanto tormento camina, sin
fuerzas, bañado de sudor y de sangre... ¡Sufro, sin que nadie se
compadezca de Mi dolor! La multitud Me acompaña y no hay una sola
persona que tenga piedad de Mí. Todos Me rodean como lobos hambrientos,
deseosos de devorar su presa... Es que todos los demonios salieron del
infierno para hacer más duro Mi sufrimiento.
La fatiga que siento es tan grande, la Cruz tan pesada,
que a la mitad del camino caigo desfallecido. Vean cómo Me levantan
aquellos hombres inhumanos del modo más brutal: uno Me agarra de un
brazo, otro tira de Mis vestidos, que están pegados a Mis heridas,
volviendo a abrirlas...
Este Me coge por el cuello, otro por los
cabellos, otros descargan terribles golpes en todo Mi Cuerpo, con los
puños y hasta con los pies. La Cruz cae sobre Mi y su peso Me causa
nuevas heridas. Mi rostro roza sobre las piedras del camino y, con la
sangre que por él corre, se pegan a Mis ojos, que están casi cerrados
por los golpes; el polvo y el lodo se juntan a la sangre y quedo hecho
el objeto más repugnante.
Mi Padre envía ángeles para que Me ayuden a sostenerme;
para que Mi Cuerpo no pierda el conocimiento al desplomarse; para que la
batalla no sea ganada antes de tiempo, y pierda Yo a todas Mis almas.
Camino sobre las piedras que destrozan Mis pies,
tropiezo y caigo una y otra vez. Miro a cada lado del camino en busca de
una pequeña mirada de amor, de una entrega, de una unión a Mi dolor
pero... no veo a ninguno.
Hijos Míos, los que siguen Mis huellas, no suelten su
cruz por más pesada que ésta les parezca. Háganlo por Mí, que cargando
su cruz, Me ayudarán a cargar la Mía y, por el duro camino, encontrarán a
Mi Madre y a las almas santas que irán dándoles ánimo y alivio. Sigan
Conmigo unos momentos y, a los pocos pasos, Me verán en presencia de Mi
Madre Santísima que, con el Corazón traspasado por el dolor, sale a Mi
encuentro para dos fines: para cobrar nueva fuerza de sufrir a la vista
de Su Dios y para dar a Su Hijo, con Su actitud heroica, aliento para
continuar la obra de la Redención.
Consideren el martirio de estos dos Corazones. Lo que
más ama Mi Madre es Su Hijo... No puede darme ningún alivio y sabe que
su vista aumentará aún más Mis sufrimientos; pero también aumentará Mi
fuerza para cumplir la voluntad del Padre. Para Mí, lo más amado en la
tierra es Mi Madre; y no solamente no la puedo consolar, sino que el
lamentable estado en que Me ve, procura a Su Corazón un sufrimiento
semejante al Mío. Deja escapar un sollozo.
¡La muerte que Yo sufro en Mi
Cuerpo, la recibe Mi Madre en el Corazón!... ¡Cómo se clavan en Mí Sus
ojos y los Míos se clavan también en Ella! No pronunciamos una sola
palabra, pero cuántas cosas dicen Nuestros Corazones en esta dolorosa
mirada. Sí, Mi Madre presenció todos los tormentos de Mi Pasión, que por
revelación divina se presentaban a Su espíritu. Además, varios
discípulos, aunque permanecían lejos por miedo a los Judíos, procuraban
enterarse de todo e informaban a Mi Madre...
Cuando supo que ya se había
pronunciado la sentencia de muerte, salió a Mi encuentro y no Me
abandonó hasta que Me depositaron en el sepulcro.
Jesús a Catalina Rivas