Mario Ortega Moya, ST.
Pasé unas semanas en Banfield (Argentina), ayudando a unos misioneros
amigos míos. La mañana de los miércoles la dedican allí los sacerdotes a
visitar enfermos –los más graves–. Precisamente realizaba yo la visita
de los miércoles, siguiendo una lista de enfermos que habíamos obtenido
gracias a los misioneros. Sorteando con el auto los baches de las calles
sin asfaltar y soportando un asfixiante calor, íbamos en busca de la
casa de cada enfermo que habíamos elegido de la lista para visitar esa
mañana.
Sin embargo todo parecía adverso. A uno lo habían llevado al hospital,
otro había fallecido, un tercero había cambiado de domicilio... De casa
en casa sin poder atender a nadie. El tiempo pasaba, la mañana parecía
perdida. Pero la Providencia Divina estaba guiando nuestros pasos. De
nuevo echamos mano a la lista; había que elegir otros enfermos para
visitar. Me fijé en una chica joven que estaba apuntada y, junto a su
nombre, la causa de su enfermedad: el fatídico sida.
La casa no estaba lejos de allí, por lo que no dudé en decirle a José
que nos dirigiéramos allá. Era un barrio de los más pobres y peligrosos.
La droga y la delincuencia entre jóvenes y niños era lo normal por esa
zona. Nos detuvimos ante la casa, en cuya puerta un hombre de mediana
edad nos miraba extrañado.
«¿Vive aquí Susana?» El hombre asintió con la cabeza y entró para
buscarla. Nos bajamos del coche y en esos momentos vi aparecer a Susana.
Quedé espantado al ver su aspecto. Tenía 22 años, pero aparentaba
muchos más: pobremente vestida, descalza, llevaba en la cara, cuello,
manos, brazos, piernas y pies las señales de pinchazos y moretones,
producidos por la jeringuilla asesina que desde sus doce años destrozaba
su vida. Susana había sido víctima, como tantos otros, de la cultura de
la muerte. Engañada, nadie le había mostrado nunca otro camino de
felicidad.
«¡Soy Susana, padre!» –dijo–. Y rápidamente me confesó su principal carencia: «Padre, no estoy bautizada».
En menos de dos horas, esa misma tarde la llevaban al hospital para
enfermos terminales de sida en Buenos Aires. Allá los llevan para morir,
y ya no suelen regresar. ¡Esa misma tarde! Dios mío, entonces me
expliqué por qué no habíamos podido ver a los enfermos anteriores... la
Providencia nos había llevado a quien más lo necesitaba. «Mira –le dije–
el Bautismo es la puerta para ir al Cielo, ¿quieres bautizarte?». Ella,
dibujando de nuevo la sonrisa en su rostro, mientras aparecían en sus
ojos las primeras lágrimas, dijo emocionada: «Sí, padre, sí que quiero».
Había que bautizarla rápidamente, bajo peligro de muerte. En quince
minutos dimos un repaso al Credo y después le exhorté a que se
arrepintiera de todos los pecados de su vida, porque iba a recibir la
gracia santificante. Ella comprendió que aunque su cuerpo se deterioraba
sin solución, su alma se iba a revestir de Dios. ¡Cómo actúa Dios en
los pobres y humildes! ¡No se puede explicar, es para vivirlo!
La familia también recibió con agrado la noticia del bautismo de Susana.
En la habitación-salón-dormitorio-cocina de la casa bauticé a Susana.
No me costó trabajo explicarle que Dios la amaba personalmente. Ella
misma lo había experimentado. ¡El padre había venido hasta su casa!
Ella, que había sido tratada tanto tiempo como un objeto, veía ahora
reconocida su dignidad de persona y ¡de Hija de Dios! Confieso que yo
también me emocioné.
Una vez de regreso, en España, recibí un fax del párroco de allí. Entre
otras cosas, me contaba que a los pocos días de recibir el bautismo
Susana había muerto. Rápida y espontáneamente me surgió esta petición:
«Susana, yo te ayudé a ir al Cielo; ayúdame ahora tú a mí».
(Historias extraídas del libro 100 historias en blanco y negro. Recopilación de la web Catholic.net)