- "Yo os digo que hasta de cualquier palabra ociosa que hablaren los hombres han de dar cuenta en el día del juicio" Mt. XII, 36.
Un filósofo
chino ha dicho: “Los americanos no son felices; ser ríen demasiado.” Una
risa ruidosa es disipación; una sonrisa es comunión. La risa es
chillona y sale de fuera del corazón; la sonrisa es tranquila y sale del
interior del corazón. ¿Por qué tiene tanto atractivo el ruido en la
moderna civilización? Probablemente porque las almas carentes de dicha y
desilusionadas tienen necesidad de él para no fijarse en su
insatisfacción. Ninguna casucha es tan pequeña ni está tan oscura, tan
húmeda ni deteriorada como el interior de un modernista. El bullicio y
el ruido externo apartan al alma de la contemplación de las heridas
íntimas y retrasan su cicatrización.
Cuanto más nos
aproximamos al espíritu, tanto más aumenta el silencio. A cada paso que
da la criatura hacia el Creador, disminuyen las palabras. En los
comienzos, el amor habla; luego, al profundizar en su abundancia,
desaparecen las palabras. Al principio está el Verbo hecho carne;
después, el Espíritu, que es demasiado profundo para las palabras. Al
principio, el Verbo se “expresa” en Galilea; luego vienen los nueve días
de silencioso retiro, en espera de Pentecostés.
También tiene
el silencio armonías y equilibrio. Se precisan cuando menos dos personas
para producir verdadero silencio. En el desacuerdo puede existir
silencio, pero no comunidad de paz. El conferenciante que no se ha
preparado habla más que el que se preparó. Cuanto más clara es la
intuición de la verdad, menor es el número de palabras que se necesitan.
En Dios sólo existe una Palabra que resume todo lo que se conoce o debe
ser conocido.
La clave del
misterio de María, Madre de Jesús, la tenemos en su silencio. Los
Evangelios solamente nos recuerdan hablando siete veces a lo largo de
los treinta y tres años de íntima convivencia con Su Divino Hijo. Esto
desmiente a los que atribuyen locuacidad a la mujer. La Virgen se calló
aun en momentos en que creemos que debiera haber hablado. ¿Por qué no
descubrió a José cuando pensaba repudiarla que el Niño lo había
concebido en el templo de Su Cuerpo por el amor del Espíritu Santo? Tal
vez le impulsara a frenar su lengua un sentido de pudor femenino, pero
parece más probable que callase por saber que Dios, que había empezado
el milagro en ella, aclararía también el misterio.
Es una regla
absoluta de santidad no justificarse nunca ante los hombres. El
Evangelio nos dice sencillamente que, acusado falsamente ante los
jueces, “Jesús callaba.” El Señor nunca contestó a una mentira.
Mons. Fulton J Sheen - Nuestra Madre: “La Virgen del Silencio”