En una ocasión un amigo me dijo: «Vaya a ver
a Fulano que está grave».
Fui a ver al enfermo. Después
de estar un rato con él y los familiares, dije:
«Déjenme solo con él, que tenemos que echar un parrafito».
Al
quedarnos solos me dice el enfermo: «Padre, qué alegría he
sentido al verle entrar por esa puerta. Estaba deseando llamarle,
pero no me atrevía para no asustar a mi familia».
Le
confesé, y se quedó encantado. Al salir, en la puerta
de la calle, me dijo la familia: «Padre, le agradecemos
mucho que haya venido. Estábamos deseando llamarle, pero no nos
atrevíamos para no asustar al enfermo».
Todos deseando llamar al sacerdote,
y por un miedo absurdo un enfermo iba a morir
sin confesión. ¡Qué absurdo no llamar al sacerdote para que
el enfermo no se asuste! El susto se lo va
a llevar si muere sin confesión. El estar en gracia
de Dios da al enfermo una paz y una tranquilidad
maravillosa. El mayor bien que podemos hacer a un moribundo
es llevarle un sacerdote que le confiese. Nadie en la
vida le ha hecho un favor superior a éste.
Jorge Loring, SJ. Cádiz (España)
| Fuente: www.100sacerdotes.com
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