Soy sacerdote desde hace apenas 5 años. Poco después de
mi ordenación, estando yo enfermo, me tocaba el servicio sacerdotal
nocturno. No tenía auto así que atendía a la gente
en la parroquia. A medianoche me llamaron diciendo que había
una señora en el hospital, que había tenido un pre-infarto.
Era una sobrina suya la que llamaba. Me abrigué y
tomé un taxi. Cuando llegué la señora me recibió de
mal modo. Decía que ella estaba muy bien y que
no necesitaba nada. «Seguramente que le llamó una sobrina mía
entrometida».
Le hablé de la importancia de la oración, de la
confesión, de la unción, pero nada. Dura como una piedra.
Entonces decidí irme, pues tenía que respetar su libertad. Tomé
mi abrigo, me despedí y, cuando iba en el pasillo,
pensé: «Estoy enfermo, gasté dinero en el taxi, hace frío
y… ¿¡nada!?» Me di media vuelta, regresé a la habitación
y le dije: «Mire señora la hora que es y
cómo estoy enfermo. Para venir me gasté dinero en un
taxi. Yo no me voy hasta que usted le pida
perdón a Dios, se confiese y reciba la unción de
los enfermos».
Entonces la señora comenzó a llorar, se tranquilizó y
me reveló que hace años que quería volver a Dios,
pero que su mal carácter no la dejaba. Luego se
confesó, le di la unción, le impuse el escapulario y
me fui contentísimo. ¡Cómo obra Dios! Hasta se valió de
mi amor propio. Yo pensaba en mi salud y en
el dinero que gasté, y así me hizo experimentar las
maravillas de su misericordia. ¡Bendito sea Dios!
Sebastián Augusto Ovejero.
| Fuente: www.100sacerdotes.com
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