*San Francisco y la familiaridad con las mujeres

Desaconseja la familiaridad con las mujeres.

San Francisco ma"ndaba que se evitasen a toda costa las melosidades tóxicas, es decir, las familiaridades con mujeres, las cuales llegan a engañar aun a hombres santos. Temía de verdad que a causa de ellas se quebrase pronto el que es frágil, y el fuerte se fuese debilitando en el espíritu. De no ser uno varón probadísimo, no contaminarse en el trato con ellas es tan difícil como andar alguien sobre brasas sin que se le abrasen los pies, aseguraba el Santo recurriendo a la Escritura. Pero, con el fin de enseñar con la práctica, él mismo se mostraba modelo de toda virtud. Tan es así que le era una molestia la mujer, que pensaras tú que se trataba más de miedo y horror que de cautela y ejemplo. Cuando la locuacidad importuna de aquéllas suscitaba en la conversación temas que le resultaban fastidiosos, con palabra abreviada y humilde, con los ojos bajos, acudía al silencio. Y en ocasiones, levantando los ojos al cielo, parecía que sacaba de allí la respuesta que daba a quienes hablaban de cosas de la tierra.

En cambio, a aquellas cuyas mentes -dada su perseverancia en una devoción consagrada- había logrado que fuesen domicilio de la sabiduría, las amaestraba con alocuciones maravillosas, si bien breves. Cuando hablaba con alguna mujer, lo hacía en voz clara, de modo que pudieran oír todos lo que decía. Una vez llegó a decir al compañero: «Carísimo, te confieso la verdad: si las mirase, no las reconocería por la cara, si no es a dos. Me es conocida -añadió- la cara de tal y de tal otra; de ninguna más».
Muy bien, Padre, pues nadie se santifica por mirarlas; muy bien -diré-, porque en ello no hay ganancia ninguna, sí muchísima pérdida; a lo menos, de tiempo. Son estorbo para quien quiere emprender el camino arduo y contemplar la faz llena de gracia.

Parábola contra la falta de modestia en mirar a las mujeres

Solía flagelar los ojos no castos con esta parábola: «Un rey muy poderoso envió a la reina, uno tras otro, dos embajadores. Vuelve el primero, y refiere, no más, la respuesta estrictamente; y es que los ojos del sapiente habían estado en la cabeza y no habían divagado. Vuelve el segundo, y, después de la respuesta breve y corta, se entretiene tejiendo todo un discurso sobre la hermosura de la señora: «Señor -dice-, en verdad que he visto una mujer bellísima. ¡Feliz quien la posee!» Le replica el rey: «Siervo malo, ¿has puesto en mi esposa tus ojos impúdicos? Está claro que hubieras querido poseer a la que has mirado con tanta atención».

Manda llamar otra vez al primero y le dice: «¿Qué te parece de la reina?» «Traigo muy buena impresión -dice-, porque ha escuchado en silencio el mensaje y ha respondido sabiamente». «Y de su hermosura -replica-, ¿no dices nada?» «Señor mío -responde-, a ti toca contemplarla; a mí, llevarle tu embajada».

Y el rey dictamina: «Tú, el de ojos castos, como de cuerpo también casto, quédate de cámara; y salga de esta casa ese otro, no sea que contamine también mi tálamo».

Y solía decir el bienaventurado Padre: «Donde hay bien defendida seguridad, preocupa menos el enemigo. Si el diablo logra con su habilidad asirse de un cabello del hombre, lo transforma con presteza en viga. Ni desiste aunque no haya podido por muchos años derribar al que tentó, esperando que ceda al fin. Éste es su quehacer; día y noche no tiene otra preocupación».

Ejemplo del Santo contra la demasiada familiaridad

Una vez que San Francisco se encaminaba a Bevagna, no pudo llegar al castro por la debilidad que le había causado el ayuno. Entonces, el compañero, pasando aviso a una señora espiritual, pidió humildemente pan y vino para el Santo. En cuanto lo oyó, ella, con una hija virgen consagrada a Dios, corrió a donde el Santo a llevarle lo que necesitaba. Mas el Santo, reanimado algún tanto con la refección, a la recíproca, confortó él a madre e hija con la palabra de Dios. Pero mientras les hablaba no miró a la cara de ninguna de las dos. Cuando ellas se fueron, el compañero le dijo: «Hermano, ¿por qué no has mirado a esa virgen santa que ha venido a ti con tanta devoción?» El Padre le respondió: «¿Quién no tendrá reparo en mirar a una esposa de Cristo? Porque, si los ojos y la cara dan expresión a la predicación, ella tenía que mirarme a mí y no yo a ella».

Y muchas veces, hablando de esto, afirmaba que es frivolidad toda conversación con mujeres, fuera de la confesión o de algún breve consejo que se acostumbra
Desaconseja la familiaridad con las mujeres. Cómo trataba con ellas

San Francisco "mandaba que se evitasen a toda costa las melosidades tóxicas, es decir, las familiaridades con mujeres, las cuales llegan a engañar aun a hombres santos. Temía de verdad que a causa de ellas se quebrase pronto el que es frágil, y el fuerte se fuese debilitando en el espíritu. De no ser uno varón probadísimo, no contaminarse en el trato con ellas es tan difícil como andar alguien sobre brasas sin que se le abrasen los pies, aseguraba el Santo recurriendo a la Escritura. Pero, con el fin de enseñar con la práctica, él mismo se mostraba modelo de toda virtud. Tan es así que le era una molestia la mujer, que pensaras tú que se trataba más de miedo y horror que de cautela y ejemplo. Cuando la locuacidad importuna de aquéllas suscitaba en la conversación temas que le resultaban fastidiosos, con palabra abreviada y humilde, con los ojos bajos, acudía al silencio. Y en ocasiones, levantando los ojos al cielo, parecía que sacaba de allí la respuesta que daba a quienes hablaban de cosas de la tierra.
En cambio, a aquellas cuyas mentes -dada su perseverancia en una devoción consagrada- había logrado que fuesen domicilio de la sabiduría, las amaestraba con alocuciones maravillosas, si bien breves. Cuando hablaba con alguna mujer, lo hacía en voz clara, de modo que pudieran oír todos lo que decía. Una vez llegó a decir al compañero: «Carísimo, te confieso la verdad: si las mirase, no las reconocería por la cara, si no es a dos. Me es conocida -añadió- la cara de tal y de tal otra; de ninguna más».
Muy bien, Padre, pues nadie se santifica por mirarlas; muy bien -diré-, porque en ello no hay ganancia ninguna, sí muchísima pérdida; a lo menos, de tiempo. Son estorbo para quien quiere emprender el camino arduo y contemplar la faz llena de gracia.

Parábola contra la falta de modestia en mirar a las mujeres

Solía flagelar los ojos no castos con esta parábola: «Un rey muy poderoso envió a la reina, uno tras otro, dos embajadores. Vuelve el primero, y refiere, no más, la respuesta estrictamente; y es que los ojos del sapiente habían estado en la cabeza y no habían divagado. Vuelve el segundo, y, después de la respuesta breve y corta, se entretiene tejiendo todo un discurso sobre la hermosura de la señora: «Señor -dice-, en verdad que he visto una mujer bellísima. ¡Feliz quien la posee!» Le replica el rey: «Siervo malo, ¿has puesto en mi esposa tus ojos impúdicos? Está claro que hubieras querido poseer a la que has mirado con tanta atención».

Manda llamar otra vez al primero y le dice: «¿Qué te parece de la reina?» «Traigo muy buena impresión -dice-, porque ha escuchado en silencio el mensaje y ha respondido sabiamente». «Y de su hermosura -replica-, ¿no dices nada?» «Señor mío -responde-, a ti toca contemplarla; a mí, llevarle tu embajada».

Y el rey dictamina: «Tú, el de ojos castos, como de cuerpo también casto, quédate de cámara; y salga de esta casa ese otro, no sea que contamine también mi tálamo».

Y solía decir el bienaventurado Padre: «Donde hay bien defendida seguridad, preocupa menos el enemigo. Si el diablo logra con su habilidad asirse de un cabello del hombre, lo transforma con presteza en viga. Ni desiste aunque no haya podido por muchos años derribar al que tentó, esperando que ceda al fin. Éste es su quehacer; día y noche no tiene otra preocupación».

Ejemplo del Santo contra la demasiada familiaridad

Una vez que San Francisco se encaminaba a Bevagna, no pudo llegar al castro por la debilidad que le había causado el ayuno. Entonces, el compañero, pasando aviso a una señora espiritual, pidió humildemente pan y vino para el Santo. En cuanto lo oyó, ella, con una hija virgen consagrada a Dios, corrió a donde el Santo a llevarle lo que necesitaba. Mas el Santo, reanimado algún tanto con la refección, a la recíproca, confortó él a madre e hija con la palabra de Dios. Pero mientras les hablaba no miró a la cara de ninguna de las dos. Cuando ellas se fueron, el compañero le dijo: «Hermano, ¿por qué no has mirado a esa virgen santa que ha venido a ti con tanta devoción?» El Padre le respondió: «¿Quién no tendrá reparo en mirar a una esposa de Cristo? Porque, si los ojos y la cara dan expresión a la predicación, ella tenía que mirarme a mí y no yo a ella».

Y muchas veces, hablando de esto, afirmaba que es frivolidad toda conversación con mujeres, fuera de la confesión o de algún breve consejo que se acostumbra. Añadía: «¿De qué asuntos tiene que tratar el hermano menor con mujeres, si no es cuando, por motivos religiosos, piden la santa penitencia o un consejo para mejorar la vida?». - See more at: http://ofsdemexico.blogspot.com/2013/08/san-francisco-de-asi-y-como-evitar.html?utm_source=feedburner&utm_medium=feed&utm_campaign=Feed%3A+ofsmexico+%28Orden+Franciscana+Seglar+en+M%C3%A9xico%29#sthash.02jNNi3e.dpuf