SANTA CATALINA FUSTIGA EL SILENCIO COBARDE O CÓMPLICE DE LOS OBISPOS
«Yo quiero que estéis privado de este amor, mi queridísimo pastor, yo os pido que obréis de modo que el día en que la suprema Verdad os juzgue no tenga que deciros esta dura palabra: “Maldito seas, tú que no has dicho nada”. ¡Ah, basta de silencio!, clamad con cien mil lenguas. Yo veo que a fuerza de silencio, el mundo está podrido. La Esposa de Cristo ha perdido su color (cf. Lam 4, 1), porque hay quien chupa su sangre, que es la sangre de Cristo, que, dada gratuitamente, es robada por la soberbia, negando el honor debido a Dios y dándoselo a sí mismo».
Muchas
veces vuelve Catalina sobre este amor propio que crea la cobardía de
espíritu y logra que la boca se clausure. En carta al abad de
Marmoutier, que le había escrito para preguntarle lo que pensaba sobre
la situación, le responde que una de las causas del mal estado de la
Iglesia es el exceso de indulgencia. Los sacerdotes se corrompen porque nadie los castiga,
enquistados en sus tres grandes vicios: la impureza, la avaricia y el
orgullo, no pensando más que en los placeres, los honores y las
riquezas. Tampoco los prelados corrigen a sus fieles ya que, como dice
nuestra Santa, «temen perder la prelatura y desagradar a sus súbditos».
No quieren descontentar a los demás, buscan vivir en paz y tener buenas
relaciones con todos, aunque el honor de Dios exige que luchen.
«Semejantes individuos, viendo pecar a sus súbditos, fingen no verlos para no encontrarse en el trance de castigarlos; o bien, si los castigan, lo hacen con tal blandura que se limitan a pasar un ungüento sobre el vicio, porque temen siempre desagradar a alguien y dar lugar a pendencias. Esto nace de que se aman a sí mismos».
Una
y otra vez insiste Catalina en la incompatibilidad que existe entre la
caridad y este tan cobarde como temeroso egoísmo. Cristo no ha venido a
traernos un pacifismo timorato, bajo el cual el mal se desarrolla mejor
que el bien. Ha venido con la espada y el fuego.
«Querer vivir en paz –dice Catalina– es con frecuencia la mayor de las crueldades. Cuando el absceso se halla a punto, debe ser cortado por el hierro y cauterizado por el fuego: si ponemos en él únicamente un bálsamo, la corrupción se extiende y provoca a veces la muerte».
Estas
palabras están tomadas de una de sus cartas al papa Gregorio XI. Dios
mismo, refiriéndose a los pastores, confirmó su idea en el Diálogo:
«Dejarán de corregir al que está en puesto elevado, aunque tenga mayores
defectos que un inferior, por miedo de comprometer su propia situación o
sus vidas. Reprenderán, sin embargo, al menor, porque ven que en nada
los puede perjudicar ni quitar sus comodidades». Es decir, serán fuertes
con los débiles y débiles con los fuertes.
«Todo lo que harán será abrumar, con las piedras de grandes obediencias, a los que las quieren observar, castigándolos por culpas que no han cometido. Lo hacen porque no resplandece en ellos la piedra preciosa de la justicia, sino de la injusticia. Por eso obran injustamente, dando penitencia y odiando al que merece gracia y benevolencia y santo amor, gusto y consideración, confiándoles cargos a los que como ellos son miembros del diablo».
Como
resulta lógico, ya que es el Papa quien tiene la responsabilidad sobre
la Iglesia universal, a él le dirige sus cartas más urticantes. Si
seguimos así, Santo Padre, le escribe en una de ellas, el enfermo, no
viendo su enfermedad, porque nadie se lo advierte, y el médico, no
atreviéndose a recurrir al hierro y al fuego, ciego que guía a otro
ciego, ambos caerán en el abismo.
«Oh Babbo mío, dulce Cristo de la tierra, seguid el ejemplo de vuestro homónimo San Gregorio. Podéis hacer lo que ha hecho, pues era un hombre como Vos y Dios es siempre lo que era entonces; sólo nos falta la virtud y el celo por la salvación de las almas... Así quiero veros. Si hasta ahora no habéis obrado resueltamente, os pido con instancia que en lo sucesivo obréis como hombre valeroso y sigáis a Cristo, cuyo Vicario sois».
El término «virilidad» reaparece a menudo en estas cartas. «Ahora necesitamos un médico sin miedo que use el hierro de la santa y recta justicia, porque se ha usado ya el ungüento tan excesivamente, que los miembros están casi todos podridos». Luego de insistir: «Os lo digo, oh dulce Cristo de la tierra: si obráis así, sin astucia y sin cólera, todos se arrepentirán de sus falacias y vendrán a apoyar la cabeza en vuestro seno..., concluye: «Id presto hacia vuestra Esposa que os espera toda pálida, para que le devolváis el color».El verbo de Catalina se vuelve de una energía sin igual. «Valor, Padre mío –le dice al Papa–. Sed hombre. Os digo que nada tenéis que temer... No seáis un niño tímido. Sed hombre, y tomad como dulce lo que es amargo... Obrad virilmente, que Dios está de vuestra parte. Ocupaos en ello sin ningún temor; y por más que veáis fatigas y tribulaciones, no temáis, confortaos con Cristo, dulce Jesús. Que entre las espinas nace la rosa, y entre muchas persecuciones brota la reforma de la Iglesia».