23 noviembre 2013 Carlos J. Díaz Rodríguez |
Sin duda alguna, el enfoque metodológico de la
pastoral juvenil tiene que cambiar. ¿La razón? Cada vez más jóvenes que
entran en contacto con ella terminan alejándose de la Iglesia, pues –en
lugar de un espacio significativo- se encuentran con dinámicas
efímeras; es decir, centradas en el sentimentalismo y la falta de
respuestas ante las grandes interrogantes que traen consigo las nuevas
generaciones.
Ciertamente, los sentimientos nos humanizan pero abusar de ellos, hace de la fe una opción pasajera,
incapaz de echar raíces: “rezaré mientras sienta bonito, una vez que
desaparezca el sentimiento, me iré”. En lugar de ayudarlos a descubrir
que la oración adquiere un nuevo significado cuando aparentemente Dios
se ha ido, todo queda en cerrar los ojos y escuchar la voz de un monitor
que los hace imaginar un sinfín de historias, mientras escuchan alguna
canción identificada con la New age.
¿El resultado? Llevar a cabo un
ejercicio ambiguo, impersonal y, algunas veces, esotérico. Quizá se
relajen, pero no habrán profundizado en el misterio de Dios. ¿Cómo amar a
quien ignoran casi por completo? La respuesta es abrir nuevos espacios
delante de Jesús Eucaristía, en los que se cuide la liturgia y, por
ende, los diferentes momentos de silencio que son claves para poder
relacionarse con Dios.
El problema no es la guitarra como instrumento
musical, sino la falta de intimidad en medio de tantos guitarrazos.
Sentarlos en círculo y pedirse que no se suelten de las manos, ¡qué
tendrá que ver con la oración grupal y personal! Se trata de métodos
recomendados por ciertos terapeutas pero que –en realidad- incomodan,
pues ser tan empalagosos –so pretexto de comportarse como personas
amistosas- termina desgastando al grupo. El contacto humano ya se da –de
forma natural- al tratase y saludarse, por lo que no hay ninguna
necesidad de forzar las cosas al momento de estar con Dios. Para
acabarla, en la misa suena todo menos música apropiada al contexto.
Y,
¡eso sí! Que el sacerdote de preferencia no use los ornamentos
litúrgicos, pues –según ellos- eso aleja a los jóvenes. ¡Olvidan que la
falta de cuidado al celebrar la Eucaristía es precisamente lo que
termina por desanimarlos! A menudo, se pasa por alto que las nuevas
generaciones buscan la belleza; es decir, el significado profundo y, al
mismo tiempo, pedagógico de la liturgia. Los tambores se escuchan muy
bien en el estadio, pero ¡no tienen ninguna relación con las
celebraciones! Recordemos que para todo hay un tiempo, modo y lugar.
Falta
una mayor exposición de la relación que existe entre la fe y la razón.
No se puede creer nada más porque sí. No se
trata de hacer de la pastoral juvenil un velorio. Al contrario, tiene
que ser un espacio creativo, franco, abierto y natural. En lugar de
citar a tanto teólogo progresista, ¿por qué no atreverse a proponer los
argumentos de San Agustín, Santo Tomás de Aquino, Santa Edith Stein o
Joseph Ratzinger?
Si bien es cierto que la fe no es una idea o fórmula
química, sino una experiencia vital, es un hecho que necesita de la
filosofía para tener un buen punto de partida.
Si
seguimos con la pastoral del guitarrazo -o del correr y echarse al lodo
porque es una dinámica bien “divertida” y “formativa”- perderemos el
atractivo, la chispa que los jóvenes buscan en la propuesta de Jesús,
quien –por cierto- sabía hablar al corazón del ser humano, sin rayar en
ideas o actividades cursis. Es necesario aplicar un método renovado que
cubra cuatro áreas fundamentales: oración, formación, apostolado y
encuentros informales; es decir, actividades libres como –por ejemplo-
ir a pescar o al cine. Por lo tanto, dejemos de engañarnos a nosotros
mismos y démonos cuenta que para que surjan vocaciones al sacerdocio o
al matrimonio, no hace falta ponerles dinámicas ridículas o lavarles el
cerebro con algún discurso sociológico, sino favorecer la experiencia de
encuentro con Dios por las manos de María.
Necesitamos
hombres y mujeres católicos, ilusionados y convencidos de que es
posible alcanzar el éxito profesional sin tener que sacar a Dios de la
jugada. Por esta razón, urge renunciar a la pastoral de los guitarrazos.
Retomar las enseñanzas del Concilio Vaticano II desde la hermenéutica
de la continuidad es indispensable.
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