*Jesús habla de su Madre

LA HORA DEL GETSEMANÍ. Jesús a María Valtorta 

¡Los amigos!... Uno me había traicionado. Y mientras que Yo esperaba la muerte él se 
apresuraba a traérmela. Creía que iba a alegrarse con mi muerte... Los otros dormían. Y 
aún así les amaba. Habría podido despertarles, huir con ellos, a otro sitio, lejos y salvar 
vida y amistad. Y en cambio tenía que callar y quedarme. Quedarme quería decir perder 
los amigos y la vida. Ser un repudiado, eso es lo que quería decir. 
¡La Madre! ¡Oh amor de Madre! ¡Invocado amor inclinado sobre mi dolor! ¡Amor que 
he rehusado para no hacerte morir con mi dolor! ¡Amor de mi Madre! 
Sí, lo sé. Te llegaba cada sollozo, ¡oh Santa! Cada vez que te llamaba cada una de mis 
invocaciones atravesaba el espacio y penetraba como espíritu en el aposento en que tú, 
como siempre, pasabas tu noche orando, y en aquella noche, orando no con éxtasis sino 
con tormento en el alma. Lo sé, y me prohibía a mí mismo llamarte, para no hacerte 
llegar el lamento de tu Hijo, ¡oh Madre mártir que iniciabas tu Pasión, solitaria como 
Yo solitario, en la noche del Jueves pascual! 
El hijo que muere entre los brazos de su madre no muere: se adormece acunado por una 
nana de besos que continúan los ángeles hasta el momento en que la visión de Dios 
quita de la memoria del hijo el deseo de su madre. Pero Yo tenía que morir entre los 
brazos de los verdugos y en un patíbulo, y cerrar los ojos y los oídos al griterío de 
maldiciones y gestos de amenazas. 
¡Cómo te amé, Madre, en aquella hora del Getsemaní! 
Todo el amor que te había dado y que me habías dado durante treinta y tres años de vida 
estaban ante Mí y sostenían su causa y me imploraban que tuviera piedad de ellos, 
recordándome cada uno de tus besos, cada uno de tus cuidados, las gotitas de leche que 
me habías dado, mis piececitos fríos de niño pobre en el hueco tibio de tus manos, las 
canciones de tu boca, la ligereza de tus dedos entre mis abundantes rizos, y tus sonrisas, 
y tu mirada y tus palabras, y tus silencios, y tu paso de paloma que posa sus rosados 
pies en el suelo pero tiene ya las alas entreabiertas, preparadas para el vuelo, y ni 
siquiera hace que se plieguen los tallos, de tan ligero que es su caminar, porque Tú 
estabas en la Tierra para mi alegría, ¡oh Madre! pero siempre tenías las alas trémulas de 
Cielo, ¡oh santa, santa, santa y enamorada!