*Un milagro de santa Clara

DE LOS ESCRITOS DE MARIA VALTORTA. 

Le voy a describir lo que veo.
Veo –y no parecerá algo imposible de ver cuando advierto la presencia de multitudes– el milagro obrado por Sor Clara al rechazar a los asaltantes de su convento de Asís. Me produce gozo el verlo y no me preocupo de los demás. Le voy a describir lo que veo.
Un conventucho por demás mísero, bajo, bajísimo, de tejado muy en declive por delante, con un pequeño claustro que en cada una de sus piedras grita la gran palabra franciscana de: “Pobreza” y corredores oscuros, cortos y angostos a los que dan las puertecitas de las celdas.

La pobre morada de paz se ve conmovida por el espanto y el dolor. El convento resuena a modo de un enjambre de voces en oraciones y gemidos. Este diminuto convento se parece ciertamente a un enjambre espantado por una invasión. El fragor de la lucha de fuera penetra en él uniéndose los gritos feroces a las voces piadosas.

No sé si es una monja lega la que lleva la noticia de que las hordas enemigas intentan invadir el convento o si es algún ciudadano de Asís el que advierte del peligro a las Clarisas. Lo cierto es que el espanto llega a su punto álgido cuando todas las monjas se precipitan en la celda de la Abadesa que se halla postrada en oración al borde de su camastro y que se levanta cérea y desencajada, pero bella y majestuosa, para acoger a sus hijas despavoridas. Tras escucharlas, dispone la bajada al coro en orden y con fe, observando el silencio que impone la Regla, porque dice: “Ninguna cosa, por tremenda que sea, debe hacer olvidar la Santa Regla”. Ella las sigue y penetran en el reducido y mísero coro tras el cual se halla la iglesita cerrada y oscura con dos únicas lucecitas: una en la iglesia y otra en el coro, que alumbran tranquilas: la de allá, ante el sagrario, para las almas del mundo que tan poco se acuerdan de Dios, y la de acá para las almas de Jesús que en esa llamita perpetua descubren el símbolo de sí mismas.

Rezan sobresaltándose a cada grito que oyen, por momentos más estentóreos y cercanos. Y cuando una, lega seguramente, vuelve a entrar gritando, sin reparo alguno por el local: “¡Madre, ya están en la puerta!”, las clarisas se encorvan cual si ya hubiesen recibido el golpe mortal.



Sor Clara, no, sino que se alza en pie y, poniéndose en medio del coro, dice: “No temáis. Ellos son hombres y están fuera. Nosotras, en cambio, estamos aquí dentro y con Jesús. Recordad sus palabras: ‘Ni un solo cabello se os arrancará’. Somos sus palomas y no consentirá que las profanen los gavilanes”.

Como desmintiendo sus palabras la onda tumultuosa de fuera se deja sentir más fuerte; mas ella no se arredra y, al ver que las clarisas se hallan por demás aterrorizadas, para poder vencer su titubeo y su terror, se vuelve a Dios y le dice: “Perdona, mi dulce Jesús, si tu pobre Clara se atreve a poner sus manos en donde sólo un sacerdote puede ponerlas. Mas aquí únicamente estamos Tú y nosotras. Una, por tanto, de nosotras debe decirte: ‘Ven’. Mis manos las ha lavado el llanto y pueden tocar tu trono”. 

Coge la Custodia, baja los escalones
y se dirige hacia la puerta del convento

Se dirige resueltamente al sagrario, lo abre y toma de él, no el viril, como se dice, sino una custodia semejante a un copón, y no de metal precioso pues, según deja ver la poca luz, me parece de marfil o de nácar, al menos por fuera. La coge y la tiene en sus manos con la reverencia con que tendría al Niño Dios. Baja segura los pocos escalones existentes y se dirige salmodiando hacia la puerta del convento, siguiéndole las monjas temblando y subyugadas.

“¡Hija, abre la puerta!”
“¡Pero si están fuera! ¿No oís cómo gritan y braman?”
“¡Hija, abre la puerta!”
“¡Que han de irrumpir aquí adentro!”
“¡Abre la puerta; te lo mando por obediencia!”

Y Clara, dulce en un principio y persuasiva, asume un tono imperioso que no admite tergiversaciones. Es la antigua feudataria la que hace uso del mando y la gran Abadesa que impone la obediencia.

Abre la clarisa gimiendo y temblando, retardando así la apertura mientras las demás, parapetadas detrás de la Abadesa, tiemblan igualmente. Se signan, cerrando los ojos, prontas al martirio, y se echan el velo para morir cubiertas con él.

Al entreabrirse por fin la puerta, el tumulto de los asaltantes cambia a un grito de victoria y, dejando de blandir las armas, se lanzan en tromba hacia la puerta que se abre.
Clara, con el rostro blanco como el relicario que porta bien alto,
…Se quiebra el arrojo de los asaltantes que quedan paralizados
y, al ver que da otro paso más adelante, retroceden en desordenada fuga

Clara, con el rostro blanco como el relicario que porta bien alto, único velo puesto ante su faz de enclaustrada, da dos, tres, cinco pasos más allá del umbral. No sé si ve lo que tiene delante: su tierra, sus enemigos. No creo que los vea puesto que sus ojos se dirigen tan sólo a adorar al santísimo que lleva consigo. Alta y delgada, consumida como está, blanca como un lirio y lenta en sus pasos, semeja un ángel o un fantasma. A mí me parece un ángel; a los demás, tal vez, un fantasma. Se quiebra el arrojo de los asaltantes que quedan paralizados y, al ver que da otro paso más adelante, retroceden en desordenada fuga.

Es entonces cuando Clara vacila y, encorvada, cual si estuviese a punto de caer, se apresura a trasponer de nuevo los umbrales. “¡Han huido; sea por ello el Señor bendito! Ahora… levantad ahora a vuestra madre para que yo pueda devolverlo a su altar. Cantad, hijas, y sostenedme. ¡Vuestra madre se encuentra ahora muy cansada!”.
Tiene, en efecto, un semblante de moribunda cual si hubiese hecho entrega de todas sus fuerzas. Mas ¡qué sonrisa tan dulce y qué vigor en sus manos de cera para sostener estrechada la custodia!

Penetran nuevamente en el coro y Clara depone la reliquia en el sagrario entonando el “Te Deum” y quedando después volcada sobre dos gradas del altar cual si estuviese muerta mientras las clarisas continúan cantando el himno de gracias.
Esto es lo que veo. Y para mí estas pocas palabras de Santa Clara cubierta con su vestido paradisíaco y no de clarisa: 


“Con esto”, e indica el Santísimo Sacramento, “todo se vence. Hasta tanto haya necesidades sobre la Tierra, Este constituirá la fuerza poderosa del Paraíso y de la Tierra. Por los infinitos méritos del Cuerpo Santísimo aniquilado por nosotros, nosotros, los santos del Cielo, obtenemos gracias para vosotros; y, por medio de El, vosotros obtenéis victorias. ¡Alabado sea el Cordero eucarístico! El Señor te dé su paz y su bendición”.