Era judío alejado de Dios, soñó con Jesús y el demonio, y
una mirada de Benedicto XVI le convirtió
Roger Dubin cuenta la historia de su itinerario espiritual,
hasta que algo extraordinario le sucedió el día de la elección de Benedicto XVI
P.J. Ginés/ReL Febr 2014
A Roger Dubin, criado en una familia judía neoyorquina nada
devota, decepcionado del vacío de la Nueva Era y las meditaciones orientales,
anticristiano intrigado por Cristo, lo que le convirtió al catolicismo fue ver
a Benedicto XVI en el balcón, desde la televisión de un bar, el día de su
aceptación como Pontífice.
“Soy el primer converso de Benedicto XVI”, dice.
¡Roger se convirtió cuando Benedicto se asomó al balcón! Fue
algo en la mirada del Papa alemán, algo místico, algo que no se ve cuando se
repasan los vídeos del momento. Algo que le hizo llorar y transformó toda su
persona.
Para entender hasta qué punto es insólita un experiencia
así, hay que conocer la historia de Roger.
Familia judía rusa en Nueva York
“Me crié en una familia de herencia rusa problemática,
oscura y a menudo violenta por el temperamento volcánico de mi padre, entre
parientes ricos y exitosos cuyo judaísmo se refería sólo a la tradición, la
identidad y la pervivencia, no a Dios. Mi hermana pequeña nació autista, mi
hermana mayor y yo nos peleábamos y mamá estaba saturada. No era para nada un
hogar feliz, y yo escapaba de él leyendo mucho”, escribe Roger en el Catholic
World Report.
Aunque sus padres eran agnósticos, y su padre incluso hostil
a la religión, el pequeño Roger siempre creyó en Dios, “aunque Él no me gustara
mucho”.
Por cumplir las tradiciones, su madre sin fe solía insistir
en celebrar algunas de las principales fiestas judías. Como otros adolescentes
judíos, Roger también celebró su Bar Mitzvah, si bien en una versión acelerada,
en "un curso de urgencia" con un rabino que le enseñó algunas frases
en hebreo fonético y con alguna incursión en el Antiguo Testamento y la Torá.
Sin Nuevo Testamento, sólo películas
¿Qué sabía el joven Roger de Jesús y el cristianismo? Nunca
leyó el Nuevo Testamento. Sabía de Jesús lo que veía en las películas “de
romanos”, y sólo porque eran espectaculares y hablaban algo de Dios, lo cual le
parecía de cierto interés.
Sabía, por ejemplo, que los romanos habían crucificado a
Jesús y que el Sanedrín había participado con falsos testimonios e
interrogatorios injustos.
Lo cierto es que como varias generaciones de niños
neoyorquinos antes que él, no dejó de participar en la típica pelea a puñetazos
de barrio de niños judíos contra niños católicos, en la que los niños católicos
solían empezar acusándoles: “vosotros matasteis a Jesús”. Roger pensaba que era
una acusación absurda: ¿qué culpa tenía él de algo sucedido 2.000 años antes?
Claro que su familia también tenía su propia lista de
acusaciones generalizantes. La mayor parte de sus parientes acusaba a los
cristianos, y aún más a los católicos, de las persecuciones medievales, los
pogromos, la discriminación mundial, e incluso aspectos del Holocausto.
“Ser judío en mi clan tenía que ver con estar en contra de
algo, no a favor de algo… excepto apoyar a Israel; arrejuntarnos, y no salir…
excepto para ayudar otros judíos; vivir un torvo fatalismo, no fe en Dios…
excepto para quejarnos de Él. Es comprensible, quizá, que de adulto joven no me
considerase judío, excepto si había alguien que me pareciera antisemita, para
enfrentarme. Lo cierto es que nunca me sentí judío, de una forma centrada en
Dios… ¡hasta que me hice católico!”
Jesús: ¿el hippy o el carpintero?
Odiaba la palabra “Jesús”… aunque no necesariamente al
personaje de Jesús.
La palabra le hacía pensar en un Jesús feminizado, blando,
una especie de hippy inofensivo con flores, que flotaba sin tocar el suelo, que
decía tonterías etéreas sobre paz y amor… Lo que había visto en ambientes
populares, de oídas… sin acercarse nunca al Nuevo Testamento. Ese Jesús hippy
“me ponía enfermo”.
Pero, en cambio, el joven Roger sí había dedicado un tiempo
a pensar cómo debió ser el verdadero Jesús: tenía que haber sido un tipo fuerte
para trabajar en una carpintería, un tipo duro. Se lo imaginaba “con una paloma
en una mano y un martillo en la otra, y siempre el más listo del lugar. De lo
contrario, ¿qué judío le habría seguido?”
Incluso conocía un versículo que citaría si hiciese falta:
“no he venido a traer la paz sino la espada”.
“Me gustaba la idea de un Jesús musculoso con una espada, pero parece
evidente que no le gustaba a nadie más, al menos desde la época de los
Caballeros Templarios”.
Su conclusión sobre Jesús es que probablemente no habría
forma de conocerlo, pero que “el Dios de Abraham, Isaac y Jacob probablemente
sentía lo mismo que yo acerca de cómo se le veía en tiempos modernos”.
Dejar la familia, caer en la New Age
Roger abandonó el hogar a los 16 años y entró en la marina
mercante, rumbo a África. Cuando volvió, intentó ir a algunos colegios
universitarios con poco éxito.
A los 22 años adoptó una mezcla de Nueva Era, orientalismo,
creencia en el karma y la reencarnación
y el relativismo moral. Era una forma de librarse del Dios bíblico, que
le echaba en cara pecados y transgresiones, “que, desgraciadamente, eran
legión”.
Su primer matrimonio fracasó en 4 años, sin hijos. Asumió
una vida sin raíces: músico profesional, escritor, editor… Y en 1981 conoció a
Barbara, la que hoy es su mujer.
Barbara se había educado como protestante. Aunque se había
alejado de toda iglesia, aún le atraía la figura de Jesús. Ahora se dedicaba a
ese cóctel de creencias que era la Nueva Era, aunque intentaba introducir los
valores de Jesús y sus enseñanzas sobre el Reino y las Bienaventuranzas en ese
ambiente.
Se casaron, y él –que nunca había pensado en tener hijos-
adoptó los hijos que ella traía de una unión anterior. Barbara era artista y
relacionaba su espiritualidad Nueva Era con la necesidad de crear, de colaborar
con Dios en la creación de belleza eterna. Su visión ética y familiar, a estas
alturas, eran prácticamente cristianas.
Roger -con gorra- con su esposa y sus hijos
en Inglaterra
Cuando la esposa reza por el esposo
A partir de los años 90 ella se acercó más y más a Cristo. Y
una vez –sólo una, detallaría años después- se dirigió directamente a
Jesucristo con una petición: oró fervientemente por la conversión de Roger al
cristianismo, sospechando que sin la conversión de él, ella nunca podría dar el
paso definitivo hacia Cristo sin romper la familia.
Roger era ahora un padre de familia, con un trabajo serio
con una empresa de consultoría.
Quería a sus hijos adoptivos… pero les gritaba, se
enfurecía, como lo había hecho su violento padre antes que él. Había heredado
su temperamento. Era consciente de esta tendencia, intentaba combatirla con
meditación, con relajación, con toda la batería de recursos del orientalismo
new-age… y no avanzaba.
“Esas técnicas llamadas ejercicios espirituales estaban
todas centradas en el yo, en el ego, y lo último que yo necesitaba era más
egoísmo”, recuerda Roger.
El sueño de Jesús y el demonio
A principios de 2004, Roger era un empresario decepcionado
con la espiritualidad orientalizante, furioso por ser furibundo y que
despreciaba con fuerza el cristianismo, con la excepción puntual de la persona
de Juan Pablo II, de quien admiraba su firmeza contra el comunismo y su
colaboración o sintonía con Ronald Reagan y Margaret Thatcher para lograr el
colapso del bloque soviético.
Y entonces tuvo un sueño, “tan vívido que lo recuerdo hoy
como lo vi entonces”, escribe en 2013.
Roger iba vestido de ejecutivo por una calle vacía de
ciudad. En la puerta de un edificio le esperaba Jesucristo, también vestido de
ejecutivo. Era muy parecido a como él se lo había imaginado: aspecto duro, muy
masculino, sabio. “Parecía saberlo todo sobre mí, pero no me importaba”. Y se
dieron la mano.
Jesús le dijo:
- Necesito que hagas algo. Sube al piso de arriba del todo
de este edificio y mata a Satán.
-¿Por qué yo?
- ¿Por qué no?
“Yo no tenía respuesta a eso, así que fui”, dice Roger.
Entró en el elegante edificio de mármol y cromo y madera
pulida, subió en el ascensor al último piso y entró en un despacho inmenso con
un enorme escritorio. Allí había un ejecutivo elegantísimo, con una expresión
agradable.
“Yo sabía quién era él, y él sabía quién era yo y Quién me
enviaba. Se levantó, vino hacia mí, amenazador… excepto por el miedo en sus ojos. Puse mis manos en sus
hombros y dije: ‘En el Nombre de Jesucristo…’ y las palabras en mi mente eran
‘te mato’ pero lo que salió por mi boca
fue ‘te beso’. Su cara se puso blanca,
le besé en la frente y él se derrumbó muerto".
"Al despertar, pensé ‘esto ha sido claramente algún
tipo de error cósmico colosal”."
Pero ahí estaba… él, judío orientalista enfadado… expulsaba
al demonio invocando a Jesús, aunque fuera en sueños y con un gesto confuso…
¿besar al demonio? ¿O rechazar al demonio? ¿Qué hacía realmente en su vida?
El año de la transición
Menos de un año después, en 2005, murió Juan Pablo II, y su
figura llenó noticiarios y televisiones durante muchos días. Era innegable
–Roger lo veía- que había marcado una época y era un líder que congregaba
multitudes en sus funerales. Muchas personalidades no católicas le alababan. Se
planteó si era algo más que un líder anticomunista, si había detrás algo espiritual.
Esos días de duelo por el Papa polaco su esposa le dijo:
“Necesitas religión, Roger. Has estado demasiado tiempo a la deriva”.
Pasaron los días. En Roma se celebraba el Cónclave. Roger
estaba en el bar del aeropuerto Sky Harbor de Phoenix. Tomando un capuchino
contemplaba el humo blanco, la fumata que anunciaba que había un nuevo Papa.
Miró a la gente del bar y los viajeros, que se paraban a ver las pantallas de
TV, unos por curiosidad; otros, católicos, sinceramente emocionados.
Él había oído hablar del cardenal Ratzinger en estas
semanas. Sabía que las acusaciones de la izquierda, que él no apreciaba, eran
absurdas: los mismos que criticaban a Juan Pablo II ahora criticaban a su
colaborador, sin duda fiel y humilde, dispuesto a cargar con insultos como “el
Rottweiller de Dios”. Era evidente que Ratzinger era, simplemente, un “hombre
bajo autoridad”, que había cumplido lo que le encomendaban.
"Un poder imparable, una presencia"
Y entonces, Benedicto XVI salió a la balconada y alzó los
brazos sobre la Plaza de San Pedro, y muchos espectadores en el bar aplaudieron
y otros se quejaron.
“La cámara hizo zoom in, los ojos de Benedicto XVI
parecieron mirar directamente hacia mí y a través de mí y en ese momento exacto
tuvo lugar mi conversión”, escribe Roger en 2013… repitiendo palabras que dijo
el día de su bautizo en 2007.
“Un poder imparable y una presencia llegaron a través de sus
ojos y me rebanaron, me dejaron abierto. Estallé en lágrimas, y todo lo que yo
jamás pensé que había sido, o no había sido, salió fuera. Era la espada de
Cristo y no habría paz hasta que yo le ofreciera la mía”.
Un año después se bautizaba y su esposa le acompañaba y
entraba también en la Iglesia Católica.
En 2013, cuando Benedicto XVI renunció, Roger Dubin publicó
su testimonio en homenaje al hombre que fue vehículo para su conversión. Cuando
se repasa la cinta de esa escena histórica de 2005, no se ve ningún zoom… fue
algo que vivió sólo Roger e hizo de él el primer converso de Benedicto XVI.
Hoy sirve en el equipo de iniciación cristiana de adultos,
hace una hora de adoración en la parroquia, la familia va a misa los domingos y
reza cada día. Alaba el pontificado de Benedicto XVI (“revolucionario”) y recuerda su extraño
sueño, esa conciencia de tomar decisiones en una lucha contra el mal.
(Roger Dubin es también autor de una novela, “The coin of
the realm” y dirige una empresa, Dubin Marketing Inc.)