*Pero cuando muera, iré al paraíso

Marta logró emprender lo que ella llamaba unas vacaciones solidarias con Katia. Se sentaron juntas en el avión que las llevaría a Tailandia. En realidad, no era a una ONG a la que prestarían su ayuda humanitaria, como suele decirse en los prospectos, sino a una institución de la Iglesia, llevada por religiosas, que tenía un colegio con residencia para niñas en el norte del país.
 Era uno de los diversos centros escolares que habían surgido en una denodada lucha por dar una alternativa a las niñas de la zona a través de la educación, y evitar así que fueran víctimas de la prostitución infantil, una verdadera plaga en varios países del continente asiático

Se les asignó un grupo de siete adolescentes de trece y catorce años. Una de las niñas del grupo estaba siempre retraída; en concreto, la más mayor, Yaima, de quince años. Siempre se la veía triste; en el trato con sus monitoras se reflejaba una cierta desconfianza.

Marta se lo hizo notar a Katia. Ésta también se había dado cuenta del extraño comportamiento de Yaima, y decidió hablar con ella. Aprovechó una tarde en que la vio caminar sola y cabizbaja por el jardín y, sin pensarlo dos veces, se le acercó y entablaron un diálogo. 

-Estoy sentenciada a muerte. Pero cuando muera, iré al paraíso porque en este mundo he vivido en el infierno -fue lo primero que le dijo Yaima a Katia-. Ésta, sin salir de su asombro, le preguntó: -¿Es que tienes una enfermedad mortal? Ante esta pregunta, Yaima se echó a llorar, mientras decía: -No, no. Es algo difícil de explicar…


-Ésta es la historia. El verano pasado, teniendo Yaima catorce años, decidió prender fuego al burdel en el que vivía retenida. Cuando la policía la detuvo y preguntó por qué lo había hecho, contestó que “sería feliz de morir abrasada si conmigo moría también el dueño del burdel”. Una mujer había llevado a Yaima a la ciudad, desde su pueblo natal, engañada: le dijo que iba a encontrar un buen trabajo y lo que hizo fue venderla a un prostíbulo. Cuando Yaima se negaba a prestar los servicios exigidos, la pegaban hasta que no podía andar. Fue entonces cuando decidió prender fuego al burdel. Y, desgraciadamente, Yaima no es el único caso en Tailandia.

-Me dijo que estaba sentenciada a muerte, terció Katia.

-Efectivamente, así es. El dueño del prostíbulo, que sufrió quemaduras en la cara, la amenazó en el juicio que no descansaría hasta matarla, explicó la religiosa.

-Sí, y estas amenazas suelen llevarse a cabo.
-¿Yaima fue juzgada?, preguntó Katia.

-Sí, pero por tener sólo catorce años no se la condenó. Ahora bien, hasta que alcance la mayoría de edad debe estar recluida en algún centro educativo. Por suerte, conseguimos que viniera aquí.

-Pero, ¿por qué ese recelo hacia nosotras?, soltó en tono de queja Marta.
-Ahora, ya no, Marta, precisó Katia.

-Es comprensible. Ya fue engañada… y por eso, desconfía de las personas hasta que las conoce bien. Tampoco nosotras -me refiero a las hermanas que estamos en este colegio- nos fiamos fácilmente de las personas que quieren llevarse a las chicas que están aquí a sus países, alegando razones altruistas y que allí les dará educación, formándolas…
-Explíquese, por favor, rogó Marta.

-Con la edad que tienen las alumnas, a nadie se le ocurre adoptar a ninguna. Sin embargo, bajo la falsa promesa de ayudarlas, hay personas que se las llevan a sus casas, y una vez allí, son obligadas a trabajar como esclavas. Tenemos conocimiento de que en muchas de las grandes ciudades de Europa hay millares de menores que se encuentran en una situación de esclavitud doméstica. La mayoría de estas chicas cuidan a los niños de la “familia”, a veces hasta 10 niños a la vez. Son sistemáticamente objeto de discriminaciones, carecen de una habitación propia, y con frecuencia se ven obligados a alimentarse de las sobras de la comida de sus empleadores. Y por supuesto, no asisten a la escuela.
-¿Ha ocurrido esto con algunas de sus alumnas?, preguntó Katia.

-Con alumnas nuestras, no; pero sí con niñas de otros colegios. Es el caso de Nacedar. Esta chica se fue a Europa -no os digo a qué país- con un matrimonio que manifestó tener sólo una hija, y que ésta estaba en plena preadolescencia. La mujer manifestó que quería que su hija no estuviera sola, sino acompañada por una chica de su edad, que más que amiga fuera como una hermana. Realizados los trámites necesarios, Nacedar, con sólo doce años, viajó con su nueva “familia” a una de las capitales europeas. Pues bien, aquel matrimonio no tenía ninguna hija, y Nacedar se encontró esclavizada: la hacían trabajar 18 horas diarias sin retribución alguna, sin posibilidad de estudiar y sin salir jamás a la calle. Cuando terminaba su inacabable jornada prácticamente la encerraba en una pequeña habitación interior, sin ventilación y con muy poca luz. La alimentación que recibía era escasa, insuficiente para su crecimiento y desarrollo. Recibía golpes por todo… 

-Y, ¿cómo se supo?, inquirió de nuevo Katia.

-La muchacha consiguió escapar. Su historia la ha contado en un libro. Nada más salir de aquel infierno, declaró: “Fueron siete años que me parecieron diecisiete. Lo peor no era la extenuación física, sino la psicológica. Te destruye. No eres nadie, eres una cosa, la propiedad de alguien. Ni siquiera era llamada por mi nombre. Era la esclava que no merece tener nombre”.