*El tercer camino hacia el Cielo

Jesús a Ottavio Michelini, sacerdote, Italia 1975


Hijo, ¡cuántas veces no he pedido la conversión de muchos sacerdotes míos arrastrados por una visión errada de la vida sacerdotal! Pero el principio de toda conversión es la humildad. 
 
La soberbia es un muro infranqueable que se erige entre el alma y Dios; se necesita abajarse para poder después elevarse hasta Dios.
La soberbia tiene lejos de Mí a muchos sacerdotes y cosecha entre ellos muchas víctimas para el Infierno. Aunque la opinión de bastantes no concuerde con esta mi afir­mación, la realidad irrefutable es ésta.

Se ha dicho que son dos los caminos que llevan a la salvación: la inocencia y la penitencia.
Pero Yo te digo que hay otro, un tercero más breve y no menos se­guro que los dos primeros, y es el del Amor.

El camino de la inocencia está frecuentado por la muchedumbre de angelitos humanos: son los niñitos sor­prendidos por la muerte antes de que la culpa los haya tocado.
Con ellos hay también otras almas que la humildad y correspondencia perseverante y generosa a los impulsos de mi gracia, han conservado y preservado de cualquier contagio del mal llegando, al término de su camino terreno, con todo el esplendor y el candor inmaculado de la nieve.
En el Paraíso todas estas almas forman un coro celestial que cantan hosannas a Dios tres veces Santo.

Está después el segundo camino de la penitencia, necesaria para todos aquellos que desgraciadamente, en medida di­ferente han pasado por la dura y amarga experiencia del pecado: "Si no hacéis penitencia no entraréis en el Reino de los Cielos".
Muchísimos son los pecadores, pero no todos entran al camino de la penitencia. El porqué de esto vosotros no lo sabéis y no lo entendéis porque solo Dios escruta los abis­mos insondables del corazón humano.
Ninguna criatura humana, ni aún la más extraviada es totalmente negativa, en todos los hombres en propor­ción diversa hay siempre el bien y el mal. La gracia suficiente para salvarse, Yo, Dios la doy a todos.
No todos sin embargo la saben acoger, no todos la  saben apreciar como un tesoro.
Pero hay otras razones para que esto suceda así y mis sacerdotes no las pueden ignorar sin traicionar su vocación.

 ¿No son los sacerdotes mis corredentores? ¿Ignoran este punto funda­mental de la vida sacerdotal? ¿Han olvidado quizá mi in­finito sufrimiento por las almas? ¿No saben ya posar su mirada en Mí Crucificado? ¿No saben tal vez que si no me siguen en el camino de la Cruz, es decir de penitencia in­terior y exterior anulan su fecundidad espiritual?

 ¿No piensan muchos sacerdotes en el bien que ha faltado a tan­tas almas perdidas? ¿No piensan que para ellos es un deber de justicia y de caridad obrar santamente para salvar al­mas?
No tienen tiempo para arrodillarse ante Mí Crucifi­cado para hacer un serio examen de conciencia, para escu­char mi voz... si lo hicieran ¡cuánta luz en sus almas!

Recientemente te he hablado de la Comunión de los Santos, otra realidad sublime, otra fuente de gracia y de gracias para quien cree en ella y de ella vive.
Los frutos de Mi Redención pasan y deben circular en todo Mi Cuerpo Místico, es decir, la Iglesia triunfante, purgante y militante. Pero pasan en medida y proporción de la cual sabéis y os queréis valer.