No se debe aplaudir en las Iglesias


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En muchas ocasiones se valida el uso de los aplausos en la Liturgia (principalmente, durante la Santa Misa), con argumentos como, por ejemplo, “el espíritu humano sintió que era apropiado y necesario expresar la admiración por estas personas de una manera pública y audible, y por eso todos respondieron con un espontáneo aplauso”, refiriéndose a los ritos de exequias de los papas Pablo VI y Juan Pablo I. Salta a la vista la incompatibilidad de este gesto con la Liturgia: “apreciar admiración por las personas”. Y si profundizamos un poco más, sabemos que los aplausos se concitan en momentos diversos, como por ejemplo, al final de un matrimonio, bautizo, primera comunión, ordenación in sacris (diácono, sacerdote, obispo), elecciones de abades, profesiones religiosas, fiestas solemnes (como en Navidad o Pascua), en la visita pastoral del obispo a parroquias, en las bienvenidas/despedidas de un párroco o vicario cooperador. Y un largo etcétera acompaña a las anteriores. Sin embargo, todas con un común denominador: es un gesto de cariño o aclamación hacia personas en concreto. ¿No es el Santo Sacrificio de la Misa, el culto supremo (y el único agradable) a DIOS? ¿No debería ser Dios el centro de todo?
Se han incorporado elementos externos a la Liturgia, muy frecuentemente extraídos del ámbito mundano, para agregar una cuota de sentimentalismo e innovación a algo que se considera “rígido y poco adecuado a nuestros tiempos”. Algunos ejemplos de ello lo encontramos en acciones como los shows de teatro para reemplazar las lecturas y/o evangelio de la Misa; los cantos paganos o anti-litúrgicos, cantar el “Cumpleaños Feliz” o “Las Mañanitas” (cantos populares para celebrar cumpleaños) para celebrar al obispo, sacerdote, diácono, sacristán, o persona cualquiera, además del Niño Dios para la Solemnidad de la Navidad del Señor, la presentación de “ofrendas” de lo más variopinto: macetas, libros, velas, piedras, granos, semillas, tierra, papeles, e incluso un bebé, entre otras muchas acciones sentimentalistas cuya importancia se iguala a la de contar partículas de polvo sobre los manteles del altar.
 El problema de gran profundidad al cual se reduce toda esta situación es la “mundanización de la Liturgia”. Si bien la Sagrada Liturgia se vive en un contexto situacional específico (geográfico, demográfico, sociológico, económico), la Liturgia no puede estar sujeta al mismo. La Tradición de la Iglesia nos enseña muy claramente que la Liturgia no es una Obra meramente humana, sino que es una verdadera “obra de Dios”, en la cual la Iglesia terrenal celebra los santos misterios en una Acción Sagrada que se abre de par en par a la Eternidad (hacia la Liturgia Celestial). Por lo mismo, cualquier elemento extraño o agregado, cualquier simbolismo poco constructivo, cualquier signo o gesto foráneo no hace más que contaminar la esencia misma de la Liturgia: El Culto debido a Dios Padre, por Jesucristo, en el Espíritu Santo (de ahí que se insista, por largos siglos, de la importancia del silencio y del decoro dentro del Templo, puesto que es el lugar consagrado a Dios para la Santa Liturgia).
 Más aún, cualquier elemento como los descritos en los ejemplos, o el mismo aplauso, suelen ser elementos centrados en el hombre: celebrar a una persona en concreto, por algún logro o meta lograda (por ejemplo, en una ordenación sacerdotal, en un aniversario, después de la Homilía del Papa, etc). Claramente, dichas aclamaciones y elementos tienen una fuerte tendencia a la exaltación del hombre, que no es el objetivo de la Liturgia. Luego, salta a la vista en forma definitiva que son elementos absolutamente inadecuados para el ámbito de la Divina Liturgia.

El problema no está en la “inculturación” (palabra cuyo uso eclesial es tan confuso y variado como el de “ecumenismo”, con todas sus implicancias). El verdadero problema es una enfermedad relativamente moderna y que afecta a la Iglesia cada vez más:  El Antropocentrismo. Si se pone al hombre por centro de la Liturgia, el Culto a Dios se transforma en un culto humano y pierde su sustancia. Y he ahí el peligro