María Magdalena con su amante en barca por el lago.

2-98-106 (2-63-593).- El primer encuentro de Jesús con Magdalena sucede en el lago. De la obra de María Valtorta

María Magdalena entre amigas y amigos de placer en barca por el lago.- Jesús con todos los suyos —ya son 13 más Él— van por el lago de Galilea, siete en cada barca. Jesús va en la de Pedro, la primera, junto con Pedro, Andrés, Simón, José y los dos primos (1). En la otra, los hijos de Zebedeo con Iscariote, Felipe, Tomás, Natanael y Mateo. Las barcas avanzan a vela, ligeras, empujadas por un viento fresco boreal, que apenas encrespa el agua en muchos, pequeños pliegues marcados ligeramente por un hilo de espuma que dibuja un tul sobre azul turquesa del hermoso lago sereno. Las barcas van dejando dos estelas que en la base se besan, confundiendo sus espumas alegres en una sola sonrisa de agua, pues las barcas van muy cerca, apenas separadas unos dos metros. De barca a barca se intercambian palabras y comentarios que me hacen pensar que los galileos ilustran y explican a los judíos los puntos del lago, con su comercio, con las personalidades que allí residen, las distancias desde el lugar de partida y de llegada, o sea, de Cafarnaúm a Tiberíades. Las barcas no pescan, se les emplea tan solo para el transporte de personas.


 ■ Jesús está sentado en la proa y se ve claramente que goza de la belleza que le rodea, del silencio, de todo ese cielo limpio, y de las aguas que rodean las riberas verdes, sembradas de pueblos del todo blancos entre el verdor. No pone atención a la conversación de los discípulos, muy hacia delante en la proa, casi echado encima de un atado de velas, casi siempre con la cabeza inclinada hacia ese espejo de zafiro que es el lago, como si estudiase el fondo y se interesase de cuanto vive en las transparentes aguas. Pero… quién sabe en qué está pensando… Pedro le pregunta dos veces si el sol —que está en alto y cuyos rayos, que caen de pleno en la barca, ya calientan aunque todavía no queman— le molesta; otra vez le dice si quiere también pan y queso como los demás. Pero Jesús no quiere nada, ni toldo que le defienda del sol ni alimento. Y Pedro le deja en paz. 

■ Un grupo de pequeñas barcas de recreo, pequeñas pero con gran exhuberancia de baldaquinos purpúreos y de blandos almohadones, cortan transversalmente a las barcas de los pescadores. Música, carcajadas, perfumes pasan con ellas. Están llenas de hermosas mujeres y de vividores romanos y palestinos, pero más romanos, o por lo menos no palestinos, porque alguno debe ser griego; al menos así lo deduzco de las palabras de un joven alto, delgado, moreno como una oliva madura, todo elegante con un vestido rojo, que en los bordes lleva un pesado adorno en greca y va ceñido de un cinturón que es una obra maestra de artífice. Dice: “¿La Hélade es hermosa? Pero ni siquiera mi olímpica patria tiene este azul y estas flores. Y a la verdad, nada extraño es que las diosas la hayan abandonado para venir aquí. Arrojemos sobre las diosas, ya no griegas sino judías, las flores, las rosas…” y esparce sobre las mujeres que van en su barca pétalos de espléndidas rosas; y echa otros en la barca de al lado. Responde un romano: “¡Echa, echa griego! Pero Venus está conmigo. Yo no deshojo, yo recojo las rosas en esta hermosa boca; ¡es más dulce!” y se inclina a besar en la boca, abierta a la risa, de María de Mágdala, semiechada sobre los almohadones y con la cabeza rubia apoyada sobre las piernas del romano. 

■ En ese momento las barcas grandes tienen ya literalmente encima a las barcas pequeñas, y por poco no se chocan, o por la impericia de los bogadores o por una racha de viento. Pedro grita enfurecido: “Tened cuidado, si queréis seguir viviendo”, mientras vira, dando un golpe de barra, para evitar el choque. Insultos de hombres y gritos de susto de las mujeres van de barca a barca. Los romanos insultan a los galileos con: “Alejaos, perros judíos”. Pedro y los otros galileos no dejan caer el insulto y Pedro especialmente, rojo como un gallo de pelea, de pie sobre el borde de la barca que se balancea, con las manos en la cintura, responde vivamente, y no perdona ni a romanos, ni a griegos, ni a hebreos ni a hebreas; es más, dedica a éstas toda una colección de apelativos honoríficos que dejo en la pluma. El altercado dura mientras la maraña de quillas y de remos no se deshace, y cada quien se va por su camino. 


■ Jesús en todo tiempo no ha cambiado de posición. Ha permanecido sentado, ausente, sin miradas, sin palabras hacia las barcas o hacia sus ocupantes. Apoyado sobre un codo, ha seguido mirando a la lejana ribera como si nada sucediese. Le echan también a Él una flor; no sé quién; con seguridad una mujer, porque oigo una risilla femenina que acompañó al acto. Pero Él… nada. La flor le pega casi en la cara y cae sobre las tablas para ir a quedar a los pies del enfurecido Pedro. Cuando las barquichuelas se van alejando, veo que Magdalena se pone de pie, y sigue la indicación que le señala una compañera de vicio, o sea, apunta sus ojos espléndidos hacia el rostro sereno y lejano de Jesús. ¡Qué lejos del mundo ese rostro…!