Revelaciones a Catalina Rivas.



Del libro "Del Sinaí al Calvario". Con el Imprimatur del obispo de El Salvador


De pronto, volvió la Luz, se disiparon las tinieblas y al ver mi sorpresa, Jesús habló desde la Cruz.

“Esta Luz que ves llegaría en poco tiempo a Mis Apóstoles, para iluminarlos y asistirlos a través de este Mi Espíritu que depositaba en las manos del Padre. Él vendría a recordarles todo cuanto de Mí escucharon y a asistirles para que ese conocimiento penetrara tan profundamente en ellos que les permita, por Su Fuerza, adquirir toda la sabiduría y santidad necesarias para prolongarme en ellos: para seguir caminando entre ustedes, para seguir sanando, para seguir bendiciendo, para seguir salvando...”

“Todo esto tuvo que ser visto por testigos, para que se llegara a comprender el valor real del sacrificio de un Hombre que entrega voluntariamente su vida en donación a Dios y a los otros hombres.”

El Señor no me lo dijo, pero comprendí que ese mismo Espíritu era el que se derramaría luego sobre los sucesores de los Apóstoles; pues de alguna manera estaba refiriéndose a los sacerdotes y laicos comprometidos...

Luego siguió Jesús diciéndome: “He cumplido, vuelvo al Padre, y
ustedes, los que Me aman, serán también perseguidos, calumniados, humillados, maltratados... Pero no están solos, permanezco con ustedes y dejo con ustedes lo más precioso de Mi Vida: Mi Madre, que desde ahora será su Madre.”

Cuando Jesús termina de decir esto, veo que se acerca un soldado y tomando una lanza susurra algo que no llego a entender, y con un gesto de piedad, atraviesa el costado del Señor y cae una cantidad de sangre y agua, salpicando la cara del soldado que se cubre los ojos con la mano y cae en tierra.

El pecho del Redentor estaba lleno de luz, con una sinfonía de matices que no podría describir, sale de ese costado abierto algo como agua pero que es brillante y luego sangre que se mezcla con esa agua. Va abriendo surcos en la tierra y por donde pasa la sangre, se levantan unas azucenas maravillosamente blancas.

Desaparece la Cruz de Jesús, en su lugar veo ahora una enorme iglesia, y en ella van entrando estas flores, como si se deslizaran. Pero por otro lado también van entrando muchísimos jóvenes vestidos de túnica blanca.

Repentinamente me veo dentro de esa iglesia y contemplo: delante del Altar están todas esas flores blancas, que ahora se convierten en mujeres jóvenes, y del otro lado varones vestidos con albas. Varones y mujeres están postrados en humilde oración y tienen los brazos en cruz. Entiendo que son las mujeres y varones que están siendo consagrados, entregando sus vidas a Dios...

Oigo un coro maravilloso, como el que he escuchado alguna vez durante la Santa Misa, y veo a Jesús Resucitado, majestuosamente vestido, como un Rey que al momento hace una seña y uno a uno se le van acercando los jóvenes, para que Él mismo unja sus manos mientras sonríe, con el amor que alguna vez observo en los ojos de un papá mirando a sus hijos.

Jesús me mira por unos segundos y dice luego, mientras se dirige hacia el centro del Altar: “A través del Orden Sacerdotal, con la
fuerza del Santo Espíritu, todos los pecados de los hombres serán perdonados y ellos abrirán para ustedes las puertas del Cielo... Pero Soy un amante celoso que exige de ellos todo su querer. Espero todo de un alma, de acuerdo con la vocación a la que fue llamada un día y a la invitación que sigo haciéndoles diariamente en su vida común a través de las circunstancias.”

En ese preciso instante, la visión de Moisés y Jesús volvió de manera terrible. Procuraré ser lo más fiel posible al describirla.

Vi a Moisés, parado sobre una meseta del Monte Sinaí, llevaba en las manos dos piedras grandes con unos gráficos (supongo que son los Mandamientos). Abajo estaba el pueblo en un ruido horrible y unas escenas asquerosas. Más parecían bestias que humanos. El rostro del Profeta se puso casi morado, congestionado, lo vi tambalearse y luego con fuerza y con rabia tiró las dos piedras sobre el pueblo. Fue como si cien cargas de dinamita cayeran sobre ellos porque mucha gente volaba por los aires, y muchos caían dentro de un gran hoyo en el suelo gritando.

Luego vi a Jesús, levantado sobre la Cruz y detrás de Él dos enormes ángeles con el rostro muy brillante, pero con una expresión muy fuerte de enojo. Uno de ellos llevaba unas “tablas” (las llamaremos así), como las piedras que llevaba Moisés, pero eran de carne. Si se juntaban formarían seguramente un corazón. 

En una de ellas decía: “Amarás a Dios por sobre todas las cosas” y en la otra “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. El otro Ángel llevaba en las dos manos una enorme Copa llena de Sangre.

Cuando los ángeles se disponían a tirar sobre el globo terráqueo aquellas “tablas de carne” y el Cáliz con Sangre, se oyó una voz varonil que decía: “¡Alto!... 

Infundiré Mi Ley en sus corazones, ellos serán Mi pueblo y Yo seré su Dios...”
Los dos ángeles, al escuchar la voz, se arrodillaron bajando la cabeza y desaparecieron de mi vista.

En un instante pensé en el paralelismo entre Moisés y Jesús. Y me horroricé de pensar en lo que habría sucedido si los Ángeles lanzaban aquellos dos mandamientos y el Cáliz de Sangre sobre la tierra... Pienso que habríamos perecido todos, recibiendo tal vez un castigo que, con nuestros pecados, pareciéramos estar pidiendo a gritos.

Ante este recuerdo, no me mueve el sentimiento a otra cosa que a pedir a Dios Misericordia para el mundo.

Estoy segura de que, quien lea este testimonio, comprenderá el momento que vivimos y coincidirá conmigo en que si no nos arrodillamos ante Jesús, vivo en el Santísimo Sacramento del Altar, haciendo reparación y uniendo nuestras oraciones, aquella copa rebalsará y se perderá gran parte de la humanidad.